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Por fin tenemos acuerdo de investidura para repetir el Gobierno de coalición encabezado por Pedro Sánchez. Un ejecutivo que nace con muchas taras, por la cantidad de cabezas contradictorias que intentarán mandar en él, pero que durará cuatro años como máximo. Después, los enardecidos de la derecha y de la extrema derecha podrán intentar recuperar el poder al que tantas ganas le tienen. Lo mismo puede decirse de los que están a punto de reocupar La Moncloa durante una legislatura que promete ser jugosa. Las aspiraciones de Podemos poco pueden coincidir con las del PNV y las de Junts, seculares amigos de la burguesía capitalista vasca y catalana y muy cercanos a la Iglesia católica y sus postulados; tampoco creo que se hagan muy amigos de Yolanda Díaz, que pretende seguir punto por punto las ambiciones más afiladas de los sindicatos. En medio, Pedro Sánchez hará lo que pueda, que será poco más que seguir los dictados de unos y de otros, si consigue mantenerlos unidos y que coincidan en algún proyecto concreto. Lo más penoso de este proceso es que se atiende a necesidades e intereses particulares, muy alejados de lo que preocupa a la mayoría social del país. Pactar con un tipo como Carles Puigdemont será, a la larga, un error, porque no cejará en su empeño de seguir tensando la cuerda para obtener beneficios personales y partidistas, poniendo en dificultades la acción de un gobierno que todavía necesita varios años para colocar a España en el nivel medio de los países más desarrollados de Europa. No lo hará la derecha, ni la española ni la vasca, ni la catalana. Ellos gobiernan para el empresariado y, generalmente, eso implica estar en contra de los trabajadores, que somos abrumadora mayoría.