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Uno de los lamentables espectáculos de populismo que nos ha proporcionado la telenovela (según la prensa USA), la comedia, la impostura narcisista protagonizada por el PSOE y su líder, durante los cinco días de baja por reflexión de éste, ha sido el culto a la personalidad. Acto de vasallaje plañidero y adulador de militantes acríticos y sectarios, propio de dictaduras caribeñas. La protagonista y lideresa del esperpento ha sido la vicepresidenta M.J. Montero, que inducida por un impulso histérico y gesticulación histriónica, ha sobrepasado todos los límites del culto al líder, rebajándose a la idolatría y devoción más lanar, cayendo en las frases más cursis y ridículas. Descompuesta, con una gestualidad desarticulada, posesa, se mezcló con una secta enajenada recién bajada del autobús. Tanto nos abochornó la ceremonia, que sus amenazas a la oposición quedaron en un segundo plano. Comportamiento impropio de la dignidad que representa, emotividad desmedida con imploración ¡Pedro quédate! No creo que en aquellas manifestaciones en la plaza de Oriente de aclamación a Franco, hubiera personas que manifestaran más vehementemente su adhesión al dictador como Montero lo hizo a Sánchez.

También es cierto que el resto de dirigentes socialistas compitieron en la suerte de adulación al Puto amo, como así se refirió Puente al líder con su natural tosquedad.

El culto a la personalidad da sentido a los esfuerzos colectivos, conectando emocionalmente con el líder, las decisiones como la ley de amnistía y otras concesiones al soberanismo, quedan justificadas como parte de un plan conjunto fijado por él. Las protestas se vivirán como una traición.

El culto a la personalidad está asociado al autoritarismo y es propio de los totalitarismos. Cuanto más intensa es la concentración del poder en manos de una persona, más grande es la alabanza de sus seguidores y cómplices. Facilita no tener que reconocer errores ni rendir cuentas porque toda autoridad se acumula en él.

Sánchez ha creado la necesidad de un líder carismático mediante la instauración de un enemigo común histórico (la fachaesfera), al que hay que levantar muros por poner en riesgo el sistema de beneficios políticos y sociales que él representa.