Cansado de que todo se me pierda, libros, ideas, costumbres, palabras y objetos de uso habitual, y ante la sospecha de que también yo me eche a perder como casi todo en la actualidad, y cualquier día despierte en el extranjero, en una cama extraña y sin entender nada del idioma del lugar, la semana pasada, acaso influido por mi serie coreana favorita, me hice con un imperdible de diez centímetros y me lo prendí en la solapa de la chaqueta. Dicen que da buena suerte, ahuyenta a los espíritus malignos y protege de monstruos y fantasmas, tanto del pasado como del futuro. También sirve para realizar sortilegios sencillos, reventar burbujas de idiotez (sí, la idiotez es burbujeante, crea universos burbuja) y abrir cerraduras si por estas cosas que pasan te encierra unos cabrones. Es un verdadero talismán, este imperdible gigante, pero sus funciones de amuleto decorativo no son lo más importante. Lo importante es que los imperdibles, como asegura su nombre, no se pierden. Por fin algo que no puede perderse. La memoria, la inteligencia y las personas, así como las gafas y los encendedores, sí suelen perderse; los imperdibles no. Y menos si son tan grandes y robustos como el mío, que no ha sido nada fácil de conseguir.
El imperdible
Palma13/03/23 0:29
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