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El pasado 17 de septiembre la presidenta de la Comisión Europea Ursula von der Leyen visitaba la isla de Lampedusa –al sur de Italia– en un acto de apoyo a la primera ministra Giorgia Meloni y anunciaba la adopción de medidas encaminadas a la resolución de la crisis humanitaria que provoca la huida de personas procedentes del norte de África hacia las costas de España, Francia, Italia o Grecia. En una sola semana habían entrado en el lugar más de 10.000 personas cuando apenas había disponibles instalaciones capaces de recibir a algunas decenas. Tal como aparecen a simple vista, sin embargo, tales medidas solo pretenden evitar el éxodo de los migrantes, no las causas que las provocan causas que, a su vez, hunden sus raíces, al menos en parte, en la misma Europa. Europa se lleva sus recursos naturales tales como petróleo, gas natural, oro, plata, fósforo, circonita, etc., los transforma y después los devuelve a un precio que las clases populares no pueden pagar así que se arrojan al mar en unas pateras que ya son ilegales en origen pues, para evitar que las embarcaciones sean devueltas, una mujer embarazada y/o un recién nacido deben figurar en el pasaje. Una vez que el recién nacido y su madre pisan territorio comunitario ya no pueden ser expulsados hasta que aquel cumpla la mayoría de edad y ¿cómo, en qué condiciones van a vivir ambos durante esos 18 años o más? Ah, esa es la cuestión. Delincuencia, marginación, robo si no tráfico de cualesquiera objetos susceptibles de tráfico: drogas, prostitución, venta de órganos, de niños todos ellos estrangulados en un cuerpo social que, como en el interior de un globo, forman la parte más débil del todo. Apretar siempre por donde más duele, pero donde más duele a Europa porque es la vieja Europa la que necesita al inmigrante y hay que recibirlo como a un ciudadano más pues juntos triunfaremos o juntos pereceremos.