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Me alegro de que por fin en Cort hayan decidido ponerse a la limpiar la estatua ecuestre de Jaume I de la Plaça d’Espanya de Palma. Me gusta todo lo que limpia, brilla y da esplendor. La plaza palmesana, que recuerda los primeros pasos de la monarquía balear, es uno de los lugares más transitados de la ciudad. Siempre que paso por ella miro al Conquistador con una cierta devoción reverencial. Su figura a caballo representa una parte de nuestra historia, de nuestro pasado y de todas esas cosas que algunos quieren olvidar, pero que ni podemos obviar ni tampoco remediar. Así que, bienvenido el lavado de cara que le van a dar al jinete del lugar.

Estoy seguro de que con la limpieza conseguiremos que, aunque le cueste, el ecuestre simule esbozar una sonrisa. Aunque, a decir verdad, le tiene que molestar abrir los ojos y ver que el histórico escenario de entrada a la urbe sigue siendo el campo de una batalla vallada, rodeado por grandes piedras en proceso de embaldosado. Todavía me cuesta entender por qué la corporación municipal anterior decidió ocultar los secretos de la puerta de entrada a la ciudad y los restos de las murallas antiguas que salieron a la luz y fueron sepultados inmediatamente con nocturnidad y alevosía bajo toneladas de cemento y hormigón.

Yo sigo pensando que por muchos lavados de cara que den a la escultura y cambios de embaldosados que hagan en el suelo, la Plaça d’Espanya de Palma nunca estará terminada hasta que se soterre o desaparezca el tráfico rodado que divide en dos el perímetro ovalado que deja a un lado el Parc de ses Estacions y al otro lado la plaza que ahora conocemos. El representante de Cort que lo haga volverá a ser un regidor que recordará la historia. Hasta entonces, seguiremos viendo al jinete de rostro bronceado, impasible en su caballo.