Un pequeño grupo de aficionados ingleses festeja de una forma muy particular la victoria de su equipo ante Alemania.

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Nunca dejan de ser noticia. Ni protagonistas de excepción del lado más detestable del fútbol, el pretexto e instrumento del que se sirven para convertir cualquier calle en un campo de batalla y elevar sus miserias hasta límites que han pasado a formar parte de lo cotidiano. Son los borregos que exporta Inglaterra, una desgracia enorme para el país y desde hace unos pocos días una carga excesiva para su selección.

Como era previsible "quien se sorprenda vive alejado de la realidad", los hooligans británicos también han impregnado su espíritu vandálico a la Eurocopa 2000 y la ejecutiva de la UEFA ha optado por intentar extirpar el cáncer. Ha instando al Gobierno de Tony Blair a controlar de una vez por todas a sus hinchas más conflictivos, aunque evidenciando una vez más su falta de reflejos y soberbia: ha sido necesario que corriera la sangre por Bruselas y Charleroi para solicitar la adopción de medidas.

La UEFA nunca ha sido un organismo cercano a cualquier corriente vanguardista, sino más bien anquilosado y que suele abusar de su posición. Amenazar con expulsar a la selección inglesa si se repiten los disturbios causados por su hinchada atenta contra cualquier lógica. Responsabilizar y condenar a un grupo de profesionales "los de la selección inglesa" de los actos de un puñado de indeseables no es justo. Tampoco lo es permitir el desembarco masivo de millares de delincuentes, más con un Inglaterra-Alemania de por medio. Ahí es donde la UEFA debería proponer y el Gobierno británico ejecutar. Qué hacer con los borregos es complejo, pero tiene solución: que se queden en casa.