¿Cómo recuerda los inicios de su impulso nómada?
— Nací en la España de los años 50, franquista. Todo era gris y carca, la religión tenía mucho peso y había una moral que reprimía mucho. Aunque era demasiado pequeño para darme cuenta de la guerra, sí notaba la grisura espesa del ambiente que me oprimía. No había televisión, pero iba al cine a ver los reestrenos en las que se veían países lejanos y exóticos. Además, mi padre tenía muchos libros de geografía con fotos maravillosas en blanco y negro. Vi que la gente vivía diferente en otros países.
Cuenta que su lema era: «Un día me iré y no me veréis más».
— No me gustaba jugar con los otros niños. Prefería colorear mapas, soñar con los libros de geografía y me tenían fascinado los animales. Era un niño rebelde, no entendía todas las cosas que me imponían, las consideraba absurdas. En ese lema primero había risa, pero también un sentimiento de infelicidad.
El impulso nómada es un viaje geográfico, físico, pero sobre todo cuenta su viaje interior.
— Sí. De hecho, más que una biografía son mis memorias, porque son selectivas, se nutren de recuerdos, sentimientos y hechos que hicieron que sintiera el impulso de largarme, casi de desaparecer. El libro acaba con el encarcelamiento y la expulsión de Egipto, el lugar que había elegido para vivir. De repente eso se rompió, como el cántaro de El cuento de la lechera. Es verdad que luego viajé más, pero no era como filosofía de vida.
¿Qué le fascinó de Egipto?
— Pude hacer lo que realmente quería: mostrar la vida de las pequeñas comunidades del desierto, aquella vida que imaginaba igual durante siglos. Siempre me han fascinado los mundos que se desvanecen, la literatura oral que transmiten los ancianos. Todo eso desaparecerá. Cada vez se vuelve todo homogéneo y, por tanto, menos interesante.
Para escribir este libro ha tenido que ejercitar la memoria.
— He usado todas mis vivencias y recuerdos como materia para construir algo diferente, con criterio literario. La memoria es muy selectiva, mentirosa, pero es como un músculo, cuando más se ejercita, más fortaleza tiene. Cuando escribía, intentaba averiguar los sentimientos que tenía y así iban saliendo aspectos nuevos. Como una autopsicoanálisis. Durante el proceso, en algunos momentos he rozado el éxtasis, pero en otros ha sido muy doloroso, sobre todo por darme cuenta del daño que puedo haber causado sin querer.
Entre los momentos dolorosos se encuentra el descubrimiento de su sexualidad.
— Fue muy difícil porque era una época ingrata, tanto para los homosexuales como para las mujeres. Ser gay era lo peor que te podía pasar, la escuela ya se ocupaba de dejártelo claro. Ahora es diferente, hay muchas más referencias. Ojalá nos hubieran contado que Miguel Ángel, Da Vinci o Proust eran homosexuales.
Y cuánta nostalgia destilan las páginas y sus fotografías.
— La nostalgia es un sentimiento muy fuerte. La nostalgia es muy buena para un escritor. En el caso de mis fotografías, son en blanco y negro para desnudarlas de la belleza convencional. Aunque son de lugares remotos, nunca he pretendido que sean un reclamo turístico. Lo que quiero es captar el espíritu de un lugar, el alma de la gente. Lo vivo como un complemento de la escritura, que ha ido ganando terreno poco a poco en mi vida.
¿Cómo vive un viajero como usted la dificultad de viajar por culpa de la pandemia?
— Soy mayor y casero (risas), viajo dentro de mí. El impulso nómada se fue. Durante la pandemia decidí poner orden a esos textos que fui escribiendo y acumulando a lo largo de los años. Casi siempre tengo el título pensado antes de ponerme con un libro, pero en esta ocasión no. Entonces me acordé de una frase que Josep Massot publicó en un artículo, algo como «el impulso nómada de Jordi Esteva». Se me encendió la luz. Además, fue a partir de ahí que decidí qué entraba y qué no en el volumen. Quité todo lo que no obedecía a ese impulso, es decir, todo lo que vino después de la expulsión de Egipto. Lo que descarté para El impulso nómada será para otro libro, para otra ocasión.
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