La escritora Natalia García Freire recalará este mediodía en Drac Màgic.

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Su primera novela, Nuestra piel muerta, fue elegida por The New York Times como uno de los mejores libros en español de 2019. Este mediodía, a las 12.00 horas, Natalia García Freire (Cuenca, Ecuador, 1991) presentará su nueva obra, Trajiste contigo el viento (La Navaja Suiza) en la librería Drac Màgic de Palma. Estará acompañada por la escritora Begoña Méndez.

En esta novela, la frontera entre la realidad y los sueños es difusa, la magia impera en el pueblo desdichado que es Cocuán. ¿Podríamos hablar de realismo mágico?
—En mi adolescencia leí mucho realismo mágico. No cabe duda de que hay alguna influencia, alguna referencia. Sin embargo, creo que el problema con el realismo mágico es que ha ido convirtiendo a la literatura latinoamericana en una sola cuando hay muchas, que pueden beber de ahí, pero son otros mundos. En mi novela, por ejemplo, también veo una fortísima influencia de la fantasmagoría propia de la literatura norteamericana y de escritores más contemporáneos. Hay preocupación por unos nuevos temas y experiencias. Lo ancestral e indígena creo que interesa más. Ahora hay una hibridación más fuerte.

¿Le molesta esa etiqueta?
—Para nada. De hecho, me honra. Cuando me siento mal vuelvo a El amor en los tiempos del cólera, que es alucinante. Juan Rulfo para mí es un altar. Solo digo que no nos quedemos simplemente ahí.

El viento impregna toda esta novela con aires de cuento. Pero en muchas ocasiones se trata de un viento amable, de ese que «calma al ganado».
—Para mí es muy importante el tema del paisaje. Tanto esta como mi primera novela nacen del territorio. Vivo en Cuenca, una región que tiene una peculiaridad: la cordillera crea fenómenos o microclimas. Puedes estar en el valle a una temperatura bonita y en quince minutos congelarte con una neblina que aparece de repente. Uno de los momentos más bonitos del año es el veranillo del niño, que apenas dura unos días. Trae ese viento tibio, de bienestar, muy presente en la novela. Me interesa la idea de la naturaleza como presagio, como alimento sagrado.

Mildred, el primer personaje que aparece y que se convierte en una especie de Eva, vive con los cerdos. Con todo, asegura que «huelen a pasto recién cortado, a hierba fresca y lluvia» y son los otros los que traen el olor a leche podrida.
—Creo que hay esta mirada un poco animal en Mildred y los personajes que los lleva a emparentarse más con los animales que con los otros seres humanos. Te repugna el olor del ser humano, pero no el de los animales. Eso tiene mucho que ver con mi infancia. Me acuerdo que de niña jugaba con mi prima en casa de la abuela y estábamos obsesionadas con que olíamos a leche y lo odiábamos. Por eso nos acercábamos a los perros y nos frotamos contra ellos. Es esa sensación de que tu olor humano es raro.

Muchos personajes tienen deformidades en el cuerpo, como llagas o montañas en las espaldas.
—Sí, hay esta mirada de deformidad, de cierta cosa en el cuerpo que no encaja. Son deformidades físicas y, por lo tanto, son más visibles y, por lo tanto, se entiende enseguida. En cambio, si alguien tiene un problema mental no se ve, pero también es en cierto modo una deformidad de la mente. No encaja en un lugar, no encuentra su sitio y, al no ser físico, es más sutil.

Cocuán es el pueblo donde sucede todo, es su Macondo particular, donde nada es lo que parece. ¿Cómo creó ese territorio?
—Es un territorio que se fue creando poco a poco. Antes de esta novela no estaba escribiendo demasiado, no acababa de conectar bien con la escritura o con el lenguaje y tampoco dormía bien. Me recetaron un tranquilizante para dormir, que tenía como nombre comercial Cocuán. Siempre estaba ahí cuando despertaba. Empecé a tener pesadillas y sueños. Creo que el mundo inconsciente de va diciendo cosas. Un día desperté y pensé que Cocuán era un lugar. Y empecé a escribir así, con esta idea. Volví a conectar con el lenguaje y la escritura y nació esta novela.

Portada de ‘Trajiste contigo el viento’.

En verdad toda la novela es como un sueño. O una pesadilla.
—Sí, tiene mucho de pesadilla e incluso de terror. Desde el primer capítulo tuve claro que las cosas se tenían que torcer, que Cocuán no tenía salvación. No importaba lo que hiciera.

Se muestra muy crítica con la religión. «También hay odio en la fe», dice un personaje.
—Mi ciudad es muy conservadora, con una herencia colonial muy fuerte. La religiosidad es apabullante, está muy ligada a los intereses económicos y a las clases sociales. Es una forma de religiosidad que deja a mucha gente en los márgenes. Yo fui criada en el catolicismo, estuve en colegios de monjas. La religión como idea de salvación, con las misiones para evangelizar los pueblos, las comunidades indígenas. Como salvadora de la civilización y de todo. Todo esto está en nuestros inicios como país.

¿Ha sido una manera de rebelarse?
—Sí, quería cuestionar esta religiosidad que no acepta lo otro. Es una religión peleada con la imaginación. Cocuán es producto de eso, de que los mitos y las misiones se pueden crear a pesar de las religiones que quieren ser todo en un lugar.

El libro tiene mucho de apocalíptico y fundacional...
—No tengo la fe que tenían mis abuelos, tampoco tengo una creencia sagrada de la tierra que sí tienen los pueblos ancestrales en la cordillera. Tenía esa idea infantil de querer crear un mito propio, un mito que pudiera explicar mi ficción, mi idea de lo sagrado, que es el lenguaje. El lenguaje es sagrado para mí.

Los personajes hablan siempre como si su testimonio fuera verdad y quieren ser escuchados...
—Cuando escribo me gusta la idea de ir en busca de la voz narrativa como si fuera real. Es casi como una investigación periodística. Me divierte mucho usar herramientas periodísticas con los personajes, no solo soy yo escribiendo cosas. La novela nació en buena medida del juego con el lenguaje.