Josep Solé posa en el órgano de la iglesia de Santa Creu. Foto: M. À. Cañellas | M. À. Cañellas

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Cuenta Josep Solé que se fijó por primera vez en un órgano cuando era niño. Fue su grandiosidad y su espectacularidad lo que le llamó la atención. Desde entonces, el catalán ha ascendido casi todo lo que se puede en las actuaciones litúrgicas y consta como organista titular del Vaticano, encargado no solo de la solemne música en cada misa dominical del Papa, sino que también tocó en el funeral de Benedicto XVI, fallecido el pasado 31 de diciembre. Solé protagonizó ayer la segunda noche del Festival Internacional d’Orgue de Santa Creu.

¿Qué le atrajo del órgano?
—Su sonido. Era bien pequeño, en un teatro donde había un órgano, cosa poco habitual, y claro, quedé muy impresionado. Además, todo el tema litúrgico lo llevaba dentro desde la cuna.
¿Cuántos años de estudio se requieren para dominarlo?
—Por lo menos quince años. Lleva mucho tiempo y consta de muchísimo trabajo diario.

¿Qué le parece el órgano de Santa Creu?
—Es relativamente nuevo, aunque ha sufrido cambios en su historia. Tiene una concepción barroca y alemana, como el organero que lo construyó. Tiene la particularidad de un tercer teclado, algo que podría ser más romántico, porque se aprovecharon los tubos del siglo XIX, y eso le da un toque único y permite ampliar el repertorio.

¿Cómo llegó a ser el organista titular del Vaticano?
—De eso hace 20 años. Fui a Roma a estudiar y con la idea de volver, pero allí alguien me oyó tocar y me introdujo en este mundo, haciéndome tocar en varios lugares. Nunca fue mi objetivo llegar al Vaticano, fue una sorpresa.

¿Qué implica tocar allí?
—Una gran responsabilidad al tener los ojos de todo el mundo sobre ti. Especialmente en las misas, que se retransmiten desde Vatican News, y sientes mucha presión.

¿Notó más presión todavía en el funeral de Benedicto XVI?
—Lo cierto es que sí. Sentí todo el peso sobre mí. Además, aquella mañana hacía mucho frío y temía que mis dedos no funcionaran bien. De hecho, me puse el abrigo encima de la sotana, algo que nunca hago, pero ese día me dio igual, prefería poder tocar bien. También hubo presión durante la pandemia, en una misa que dimos desde la Plaza de San Pedro sin nadie allí, todo vacío, para que lo viera quien quisiera en su casa. Fue especial y espero que no pase nunca más.

A nivel acústico y simbólico, ¿qué importancia tiene tocar en la Basílica de San Pedro?
—Digamos que es importante a nivel moral. Es la iglesia más grande del mundo y conlleva una reverberación y un retardo enorme. Además, actuamos a casi 15 metros de los tubos y cada día es diferente. Cada vez que toco allí es como si fuera la primera vez, nunca te acostumbras.

¿Se podría considerar una estrella del rock de su gremio?
—(Risas) Diría que no porque hay otros que hacen más conciertos. Los de Notre Dame, por ejemplo, sí son estrellas. Viajan más y se turnan porque son tres y pueden actuar más. Yo tengo una gran responsabilidad al estar cada domingo en la misa del Papa, aunque hago alguna escapadita como en esta ocasión.