Miguel Ríos, este sábado durante su concierto en Palma. | M. À. Cañellas

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El 3 de agosto de 1983, una abarrotada plaza de toros de Palma acogió el legendario concierto de la gira Rock&Ríos, con la que Miguel Ríos visitó más de 60 ciudades de toda España para presentar su disco homónimo, grabado en directo el año anterior y lanzado pocos meses antes. Cuatro décadas después, muchos de los rockeros que estuvieron hace exactamente 40 años y 9 días en ese histórico recital, se congregaron este sábado en Son Fusteret, con más canas y menos pelo, pero muchos de ellos acompañados de sus hijos e incluso algún nieto, para volver a corear a voz en grito: «A los hijos del rock&roll... ¡Bienvenidos!». De hecho, tras la tercera canción, Ríos preguntó cuántos de los presentes, más de 5.000 personas, habían estado en el concierto de 1983, y fueron muchas las manos que se alzaron.

La cita, muy especial de por sí, tenía un morbo añadido, ya que se trataba del concierto inaugural de la gira con la que Ríos celebra el 40 aniversario de Rock&Ríos y que le llevará a otras 14 ciudades, tras arrancar en Palma, de aquí al mes de noviembre. Con permiso, claro está, de las dos actuaciones especiales que hizo en marzo del año pasado en el antiguo Palacio de los Deportes de Madrid, ahora rebautizado como WiZink Center, el mismo recinto donde se grabó el que ha quedado para la posteridad como uno de los álbumes más importantes de la historia del rock español.

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Volviendo a Son Fusteret, Ríos salió al escenario con chaqueta verde sobre camiseta y pantalones negros y arropado por una entregada, solvente e intergeneracional banda, con dos baterías en aras de la contundencia. Con 79 años recién cumplidos, el califa del rock español hizo alarde de un envidiable estado de forma vocal y física, si bien se abstuvo de trepar a la estructura del escenario y otras acrobacias con las que arengaba al público hace 40 años.

Seguramente, tampoco muchos de los espectadores que le siguen desde entonces están ahora para muchas piruetas, aunque lo cierto es que la media de edad del público fue sensiblemente más baja que, por ejemplo, la del concierto de despedida de Serrat del verano pasado. Sea como sea, los asistentes ocuparon ordenadamente las sillas asignadas con la entrada, dando lugar a una estampa muy diferente a la de la plaza de toros en 1983, aunque el entusiasmo no tardó en apoderarse del respetable.

Y es que la arrolladora banda y el incombustible granadino convencieron desde el primer momento, animando a parte del público a levantarse a bailar y corear emocionado todas y cada una de las canciones del disco. Ríos hizo alarde de una voz para la que no pasan los años y saltó y bailó como si fuera un veinteañero. La banda apenas dio respiro al respetable, con cortos parones entre canción y canción que Ríos llenó con su carisma. Tras arrancar con Bienvenidos, que acabó transformando, en un guiño a la lengua propia de las Islas, en «benvinguts», vino la onírica El sueño espacial y después la retrofuturista Año 2000. No faltaron la preciosa Santa Lucía, la ochenterísima Banzai, la siempre actual Generación límite, la antidrogas Un caballo llamado muerte, la que llegó a ser número 1 en las listas de Estados Unidos Himno a la alegría, la dedicada a su hija ya cuarentona Lua Lua Lua o la pertinente Los viejos rockeros nunca mueren.

Sorpresa

Tampoco faltaron los artistas invitados sorpresa que Ríos prometió al principio del concierto, que duró más de dos horas, hasta el punto de que tuvimos que cerrar esta edición antes de que salieran al escenario, a excepción de Jaume Anglada, que cantó junto a Ríos El blues del autobús, Carolina Cerezuela y Lorenzo Santamaría.

Lo que podemos asegurar es que los asistentes, exhaustos y entusiasmados, regresaron a sus vidas con la certeza de que, pasen los años que pasen, Miguel Ríos y su banda siempre serán «seres eléctricos» y sus seguidores, «hijos del rock&roll».