Una persona con una mascarilla se asoma esta tarde por una de las ventanas de un hospital.

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En aquellos días de mayo, cuando nos permitieron reencontrarnos, me llevé sorpresas completamente inesperadas: algunos con las que me volvía a ver se habían transformado; no eran los mismos. Mientras yo, lleno de alegría, hacía el ademán de saludarlos con un abrazo, aún sabiendo que corría riesgos, muchos de ellos huían, presas del pánico. Yo mismo, si alguien quería abrazarme, hacía un gesto de cariño intentando que se produjera el contacto, pero con una expresión de pena que se notara claramente. Creo que a esto le llaman ‘empatía’, ¿no?

Para mi estupor, un buen amigo me propuso el reencuentro en una cafetería lejana que tenía una terraza kilométrica donde las mesas distaban diez metros las unas de las otras. Se presentó con mascarilla de tela en la boca y de plástico colgada de la frente. Al acercarme, inició una carrera en sentido contrario a la misma velocidad. Nunca pensé que un ser humano fuera capaz de caminar marcha atrás, sin retrovisor, con esa rapidez. Debería haberlo probado en unas escaleras, porque hubiera protagonizado un vídeo trending topic, trepando de culo. Me habían llamado la atención las deformaciones de sus bolsillos, por la carga que portaban. Ya en la mesa, tras tocar la taza del café, sacó un bote de alcohol de su lado derecho y se empapó; con la mano izquierda cogió unos guantes de otro bolsillo para abrir la bolsita del azúcar y verterlo; en otro lugar llevaba toallitas para envolver las llaves del coche y, como remate ridículo se había hecho con una especie de soporte plástico para apoyar las gafas de ver de cerca. Un laboratorio andante.

Inocente de mí, como tengo una buena opinión de sus capacidades intelectuales, intenté razonar, como si el pánico no fuera superior a su sentido del ridículo: le expliqué que el porcentaje de personas contagiadas, incluso en la catastrófica España, es marginal. ¡Qué son doscientas personas por cada cien mil! Encima, de estos pocos, los que tienen síntomas son una minoría y, de ellos, los que han ser ingresados en un hospital son una fracción insignificante. Su cara me indicaba que mi discurso caía en saco roto, de manera que, desesperanzado, acabé mi razonamiento señalando que los que mueren son aún menos. Le comparé esta situación con los siniestros en carretera, con las mil enfermedades que nos acechan, pero nada, el virus le había atrapado y no era posible razonar. Además, ¡qué le importaba que sólo fuera uno el que muriera de coronavirus en el mundo, si ese va a ser precisamente él!

Este es el histérico más rematado de entre mis amigos, pero no el único. Mi sorpresa es más aguda por el hecho de que jamás hubiera adivinado quiénes iban a reaccionar de esta forma y quienes no. Si me lo hubieran preguntado en enero, habría dicho que una amiga hipocondríaca, que dedica todo su tiempo libre a hacerse mamografías por miedo al cáncer, iba a ser una histérica del virus. Pero no, cuando nos encontramos, me dio dos besos y un abrazo, segura de que yo no le puedo contagiar el cáncer de mama que sigue siendo su única obsesión. En cambio, otro amigo que cada dos por tres se disloca medio cuerpo practicando deportes de riesgo, ahora tiembla como un niño de tener que abrir la puerta de un taxi.

Durante el confinamiento, de haber sido más observador, debería haberme dado cuenta de este efecto vírico no catalogado por los epidemiólogos. Algunos de estos amigos me confesaban en las vídeo conferencias que cada noche desinfectaban los pasamanos de su finca y creo que incluso uno de ellos debió de pedir a otros vecinos que trabajaban en un supermercado que se mudaran de edificio. Ahora que he vuelto al trabajo, veo variantes de esta histeria: los hay que no tocan un folio, que no se apoyan en el respaldo de la silla, que no se sacan la mascarilla ni para comer, que tiran el bolígrafo cada vez que lo usan, que abren los grifos con toallitas y no quiero imaginar cómo se lo montan en el inodoro.

Lo más parecido a esta histeria es el comportamiento del ser humano en una dictadura, donde hasta las escobas pueden ser confidentes de la policía. En esos países, mucha gente, sin que uno pudiera haber predicho quien, se transforma y termina por ver peligro hasta en el que tienen delante suyo en el espejo. Esas sociedades se convierten en opresivas tanto por el pánico como por la acción represiva real. Igual que nosotros hoy, sufrimos tanto por el virus imaginado como por el real. Que sí, existe y es peligroso, pero con una intensidad que no justifica estos temores. Pero el miedo se caracteriza por ser irracional e impredecible.