Protesta en Palma contra las restricciones el pasado fin de semana. | Redacción Local

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Si un extraterrestre apareciera inesperadamente en Baleares, no daría crédito a lo que ve.

El viernes pasado, por la noche, por una razón absolutamente justificada, tuve que circular por Palma durante las horas del toque de queda. No había ni un coche, ni una moto, ni una bicicleta, tampoco un patinete o un peatón. Nadie. Parecía el escenario cuidadosamente preparado para el rodaje de una película de terror. Jamás en mi vida había visto la ciudad tan desierta. En la vía de cintura apenas me crucé con dos vehículos, uno de los cuales era una ambulancia. Nuestro extraterrestre habría deducido que somos un lugar serio en el que nos tomamos las instrucciones de las autoridades en la lucha contra el virus con todo el rigor del que somos capaces. A la vista de la ciudad totalmente desierta, lo menos que puede uno sentir es optimismo: ese virus no tiene nada que hacer por aquí porque con este nivel de movilidad (o de inmovilidad) no hay manera de que nos podamos contagiar.

El sábado por la mañana, incontables vídeos filmados en el Paseo Sagrera, en la misma ciudad de la noche anterior, centenares de personas, tal vez miles, se congregaron en una protesta contra el Govern. Aquello tenía un gran parecido con las caravanas del ‘orgullo gay’ de Madrid, con un camión en el que se animaba al público a bailar, y con una aglomeración de gente a pie, gritando, saltando y bailando. Había mascarillas, pero también había muchos que no la portaban. La distancia de seguridad entre los asistentes, obviamente no se respetaba. Era imposible hacerlo.

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Era la misma ciudad, las mismas normas, la misma pandemia, el mismo virus, los mismos riesgos. Evidentemente, nuestro extraterrestre sólo querrá regresar a su planeta, incapaz de entendernos. ¿De qué sirve poner un régimen de control tan estricto cuando el sábado nos permitimos una discoteca en la calle?

Creo que hay razones muy serias para entender el enfado del sector de la restauración. No hay ningún lugar en Europa en el que se les cierren sus establecimientos sin una compensación económica; que encima alguna institución diga que lo siente pero que jurídicamente no puede quitarles los impuestos, pese a que estas empresas han de cerrar por orden gubernativa, es ofensivo para el sentido común.

Pero todos estos argumentos, sólidos y presentables, los empresarios de la hostelería los tiran por la borda por dos motivos: por un lado, porque no se puede montar un circo como el del sábado y pretender sentarse a dialogar. Ningún gobierno que merezca este nombre puede sentarse a hablar en estas condiciones. Lo único que se puede criticar a las autoridades en relación a lo ocurrido el sábado es que sean tan tolerantes con la violación de las normas aprobadas. Y, segundo, es muy evidente el fuerte sesgo político que está adquiriendo este movimiento empresarial; es claro que muchos baristas enfadados con el Govern están siendo objeto de una nada sutil utilización por parte de algunos partidos políticos.

Francamente, todo se mueve en la más absoluta cutrez. Entre hacer la ola como hacen las patronales y protestar de esta manera, debería haber un punto medio para la gente seria, para el razonamiento y la argumentación. Decirle «incoherente» a un gobierno organizando una discoteca en las calles es como aquello que l’ase li va dir al porc: orellut!