Alumnos del colegio público Aina Moll, a las puertas del colegio. | Jaume Morey

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Los niños pandémicos han pasado por todo tipo de vicisitudes. Tras el confinamiento, llegaron las clases burbuja, las mascarillas y los patios divididos por cuerdas. Ahora que ya está casi olvidado, los alumnos del CEIP Aina Moll, en la Plaza de los Patines, se encuentran con un patio en obras. El ansiado proyecto de un nuevo patio, con árboles y sombras, está a la vuelta de la esquina. No importa el ruido de las máquinas excavadoras ni el polvo: la euforia por el regreso flotaba en el aire. De estas obras puede que surjan nuevas vocaciones entre el alumnado y es posible que ahora se estén gestando las vacaciones de ingenieras, arquitectos, conductoras de miniexcavadoras y encofradores.

A las ocho y media de la mañana, grupos de preadolescentes lanzaban agudos gritos de felicidad por el reencuentro. Todos, niños y niñas, vienen más tostados por el sol, han crecido cinco centímetros, aparecen los primeros signos del adulto en el que se convertirán: un amago de acné, una sombra de bigote, gallos y manicuras. El primer día de colegio sirve también para portear todo el material escolar, cuidadosamente señalizado con nombre y apellidos, una tediosa tarea con la que entretenerse durante las vacaciones. El Estatuto de los Trabajadores debería considerar un día extra de vacaciones para padres que deben señalizar ceras, pinturas y rotuladores. Para alborozo de los fisioterapeutas, los progenitores ayudaban a sus descendientes a llevar libretas, libros y calculadoras, como si de sherpas se trataran, en el ascenso por el largo camino educativo hacia un brillante porvenir. O por lo menos para conseguir un sueldo con catorce pagas al año y 30 días de vacaciones.

Los alumnos del CEIP Aina Moll, de los más madrugadores de Palma, se congregan en las puertas laterales debido a la reforma de su patio. La barrera sigue cerrada a las ocho y veinte pero allí se congregan, impacientes, como si fuesen los mozos de los sanfermines para iniciar la carrera hacia el aula, como sin una manada de toros les soplara en la nuca. Y la barrera se abrió y la chavalería se abalanzó hacia su nueva clase. La calle Pere Dezcallar permanecía cerrada al tráfico para acoger a la escolares y padres, que exhibían una sonrisa de alivio tras unas larguísimas vacaciones escolares.

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Ya en los pasillos, los profesores guiaban a los alumnos hacia el nuevo aula. Leti, 25 kilos de peso con una mochila que pasaba de los treinta, apenas podía subir la escalera. Jaume Morey, fotógrafo de Ultima Hora, tuvo que ayudarla con la ascensión al último piso del Aina Moll. Una de las profesoras del centro educativo explicaba que «tendremos que cerrar las ventanas del aula cuando haya mucho polvo». Un suplicio en estos tiempos en los que las clases pueden alcanzar los treinta grados gracias a ese cambio climático que algunos se empeñan en negar. La hora del patio, por cierto, la pasarán en el aula hasta que se acaben las obras.

Las obras del nuevo patio prometen dejar atrás un solar de cemento para contar con más árboles, un arenero, un montículo de césped artificial, bancos de merendero y mini cancha de baloncesto. Padres que impulsaron el proyecto hace ocho años no podrán ver el resultado final ya que sus hijos han dado el salto al instituto. Pese a las quejas de algunos padres, «estos niños pandémicos han pasado por todo», la sensación es que por fin podrán tener un patio en condiciones para los más de 600 alumnos que se apiñan en el patio.

Si los alumnos del CEIP Aina Moll son de los más madrugadores al comenzar a las ocho y media el curso, en el CEIP San Agustín, cerca de las Avingudes, dieron el pistoletazo de salida a las nueve de la mañana. Allí, en la clase de 5 años A, las profesoras recibían a unos alborozados niños que estrenaban reluciente uniforme. No importa: en cuestión de horas caerán en el olvido las camisetas relucientes y las melenas repeinadas.

Un niño con las uñas pintadas de rojo reconoce que «el colegio es muy divertido». La chiquillería no para de hablar y se sienta en el suelo, esperando instrucciones. «A mí me duele un dedo», cuenta otro crío. Aparece un nuevo compañero rezagado en el aula y es recibido con gritos de alegría. Un par de niños llevan peor el inicio del curso y sueltan un par de lágrimas junto a las profesoras, que intentaban convencerles de que se lo iban a pasar bien. Más les vale, porque les queda todo un curso por delante. Bueno, y el resto de su vida.