Dennis (hijo) y Marissa Ordanes. | Pilar Pellicer

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Marissa Ordanes desde bien pequeña supo que quería estudiar. Nació en una familia humilde de Filipinas. Así que, con esfuerzo, sus padres cumplieron su deseo. «En los años 80, en Filipinas, las mujeres no podíamos prosperar profesionalmente. Era estudiar secundaria y casarte. Yo, sin embargo, quería aprender». A Marissa le concedieron una beca de un mes para estudiar ruso en la Moscú de la Unión Soviética. Estamos en 1985. Luego, le concedieron plaza en la universidad de Kazajistán, en la ciudad Alma Ata, antigua capital del país durante la época de la República socialista federativa soviética de Rusia.

En Kazajistán se convirtió en ingeniera mecánica. «Recuerdo ver a muchas mujeres estudiando en la universidad, además que toda la educación era gratuita», cuenta Marissa, que allí conoció a su marido, cubano, con quien emigró en 1991 a una Cuba de bonanza: «Ahora está muy mal, la gente se está yendo por la pobreza. Cuando nació nuestro hijo, en la época de los noventa, la situación económica ya empeoró».

La crisis obligó a esta familia a buscar un nuevo nido. Marissa era la única de los tres que podía salir en avión, ya que no era ciudadana cubana ni tenía dicha nacionalidad. Su condición le abrió las puertas a la libertad. Con un visado de turista, cogió un avión y no miró atrás. Ya estamos en 1999.

Ibiza, el primer destino

La primera parada fue a Ibiza porque en la isla balear tenía una prima. No fueron inicios fáciles, pero empezó pronto a trabajar y enviar dinero a su marido e hijo, que esperaban en Cuba, ansiosos, a que Marissa les sacara de allí. «Cuando llegué, vi que sí había oportunidades para mí, sobre todo cuando me otorgaron una tarjeta de residencia -Marissa pudo regularizar pronto su situación tras la noticia del PP de Aznar que aceptaba legalizar a todos los inmigrantes con dos años de residencia y un año de contrato-.

Su primer oficio, dice, fue en un departamento de Ingeniería. Hacía dibujos, instalaciones de agua y más cosas técnicas. Sin embargo, Marissa nunca pudo acreditar su titulación. Le salvó que eran otros tiempos, y no hacía falta justificar sus estudios, pero esto le trajo otro problema mayor: que no le pagaran lo que le tocaba: «Cobraba 600 euros cuando había compañeros que ganaban 3.000 euros», rememora. Tras ver que no le llegaba para vivir, se planteó mudarse a Palma y buscar otra empresa u otro tipo de negocio. También hizo una pequeña parada en Madrid «pero era una ciudad muy grande y regresé a Mallorca», cuenta.

«La vida del inmigrante es muy dura. En Palma, había momentos que pensé en tirar la toalla. Me encontraba sola y echaba de menos a mi familia, a mi hijo. Me he encontrado sin un duro. Llegué sin saber bien español, lo único que hablaba lo aprendí en Cuba, pero sí sabía inglés, aparte de ruso y tagalo (la lengua mayoritaria en Filipinas)», cuenta la mujer para esta entrevista.

La suerte le tocó la puerta. Marissa estaba al límite. Se encontraba en la plaza de España, sin saber dónde continuar, cuando un hombre le tendió una mano. Ella le explicó quién era y cuál era su formación: «Al escuchar que era ingeniera y tenía tanto currículum, me dijo: ‘desde hoy puedes trabajar’». Estamos ubicados en 2004. Estos últimos 19 años los ha pasado como encargada del local Small Word en Palma, ubicada en la calle Joan Miró. Pero desde 2023, es propietaria.

El reencuentro y la nacionalidad

En 2005, llegó su familia. Su hijo ya tenía 10 años. Habían pasado más de cinco desde que no le veía. «Para traerles, pedí la agrupación familiar. He tenido suerte porque las funcionarias que conocí en ese momento me ayudaron mucho con los papeles. De ahí, me sugirieron que ya podía presentar la propuesta para nacionalizarme. No lo dudé», apostilla Marissa, que desde entonces es española. Ahora su hijo Dennis trabaja con su madre y heredará la gerencia del local.

Marissa Ordanes cree que los inmigrantes de ahora «tienen más oferta laboral de las que tuve yo cuando llegué a España. Así que en parte lo tienen fácil, pero también difícil porque es más complejo conseguir la residencia y poder trabajar. En mis tiempos, iba a la oficina, cogía un ticket y ese mismo día me atendían para pedir los permisos pertinentes, ahora todo tarda más», reflexiona.

Ahora, piensa, «ser inmigrante es un esfuerzo» y es consciente que «España no es como ellos piensan. Si no vienes preparado, lo vas a pasar mal. Lo primero de todo, hay que conocer el idioma». Por eso Marissa montó una asociación, Filcul, donde hay más de 700 filipinos asociados, con el fin de integrar a esta comunidad en Baleares y que conozcan todos los pasos a dar para regularizar su situación e integrarse en la cultura.

Mientras despacha a los últimos clientes de la mañana, Marissa reflexiona con que «hoy en día, la gente viene sin plan y a lo desesperado. Mismamente, lo veo en Cuba. La gente no es consciente del riesgo que les supone, y es triste. Vienen pensando que aquí será más fácil vivir». Es una mujer comprometida con su comunidad y con el recién llegado. Ella ha sido inmigrante y sabe lo que es eso:"¿Sabes por qué he montado esta asociación para filipinos? Para que no les pase lo mismo que me pasó a mí".