La propietaria de ¡Viva Palma!. | P. Pellicer

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En ocasiones sucede que un olor, una canción, una foto o un simple lance del destino nos remite con fuerza a otra época. Me cautiva toda situación capaz de sumirte en ese dulce trance. El cielo amenazaba lluvia cuando atravesé el umbral de ¡Viva Palma!, regia frontera, hábil bisturí, que separa este mundo del micro universo mágico que te envuelve en su interior, repleto de angostos pasillos que conducen, irremisiblemente, a otro tiempo.

Reparé en una colección de coches de lata e instintivamente me invadió aquella canción en la que el maestro Sabina desliza las sílabas hasta fundirlas: «Iba cada domingo a tu puesto del rastro a comprarte carricoches de miga de pan y soldaditos de plata». Sus canciones son como fotografías, cada verso deposita nítidas imágenes sobre nuestra retina. En Con la frente marchita, el arquitecto de la palabra habla de una relación frustrada, de ahí la frase «no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió». Esa es, precisamente, otra hermosa e inescrutable sensación. La experimenté al verme rodeado de juguetes de otras épocas, que simbolizan la diversión de varias generaciones. Me invadió la nostalgia de algo que jamás viví, puesto que los muñecos y artefactos que rebosan las vitrinas y estanterías de ¡Viva Palma! amenizaron la infancia de mis padres y abuelos. Como mucho encontramos algún guiño a los 80, una época con la que me siento plenamente identificado, pero no son, ni mucho menos, mayoría. Digamos que el grueso del stock dibuja una parábola entre finales del s.XIX y la década de los ‘70. Menudo viaje.

Como el protagonizado por su propietaria, Elisabeth Laquierè, una francesa de espíritu bohemio que recaló en Palma con tan solo 10 años. «Nací en Argelia, que en aquella época era un departamento francés. De Gaulle decidió que lo dejáramos a los argelinos, y como mi familia no podía volver a Francia por temas políticos, acabamos aquí», explica.

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Juguetes de otro tiempo y de otras generaciones. Fotos: P.Pellicer.

Con todo, en aquella Mallorca virgen, epítome de vida contemplativa, los recién llegados no llevaron, precisamente, una vida sosegada. «Mi familia era un poco importante y teníamos dos policías custodiando la casa, entonces mi padre, que era abogado y un juerguista increíble, les dijo ‘en vez de estar abajo aburridos subid a casa a tomar un whiskey’». Y así pasaban las noches, alimentando su ‘Kerouac’ interior hasta que la claridad amortajada del alba les interrumpía dulcemente.

Una tienda diferente

Una vez puestos en situación, es momento de advertirles sobre lo primero que deben saber de ¡Viva Palma!, una declamación que, por cierto, recuerda a la soberbia cinta de Elia Kazan ¡Viva Zapata!, y es que este no es un comercio convencional, al uso. Su horario es tan bohemio como su propietaria. Abre de lunes a viernes, de 17.30 a 19.00. Aunque puede visitarlo fuera de ese horario solicitando cita previa en el teléfono 649 466 625. Otro dato que subraya la naturaleza bon vivant de la tendera: No busque rótulo ni cartel indicativo del comercio. No existe. «Y eso que mi pareja es grafista», exclama al tiempo que su rostro dibuja una sonrisa maliciosa. Simplemente diríjase a la Avinguda Joan Miró, número 72, de Palma. No se apure, sus escaparates le atraerán como el imán al níquel.

En su interior, el tiempo parece detenerse entre figuritas, coches y muñecas de porcelana y cera, con sus vestidos y zapatitos, como diminutas Shirley Temple’s de pelo rizado. Conformando un colorido mosaico, tributo a la infancia y al modo en que jugaban nuestros ancestros, en una época en la que los juguetes eran la llave que abría una puerta a la imaginación, sin la intervención de video consolas ni zarandajas modernas. Sin duda, franquear el umbral de este museo-boutique es ingresar en un mundo donde los adultos vuelven a ser niños, y los niños despliegan sus alas para echar a volar.

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Los cochecitos forman parte de la colección retrospectiva.

«Viene público de todo tipo: curiosos, coleccionistas, gente un poco ‘freak’, y también turistas suecos, que se alojan en el hotel de aquí al lado», afirma Elisabeth, que ha hecho de su hobby su profesión, dando una divertida vuelta de tuerca a la cita de Sartre: «La felicidad no es hacer lo que uno quiere sino querer lo que uno hace».

¡Viva Palma! –demonios, cada vez que lo escribo visualizo a Marlon Brando erguido sobre su fiel As de Oros, el hermoso alazán castaño que montaba en ¡Viva Zapata!– bien podría ser la envidia de Papá Noel o los Reyes Magos, auténticos expertos en renovar la ilusión de millones de niños en todo el mundo.

He recorrido el paseo filosofal de Kyoto; he coronado el montículo de Hollywood; he sobrevolado Siberia y he visto atardecer en el Hudson, pero nunca había experimentado la certeza de mirar un juguete e, instintivamente, sentir que el chaval que vive en mí dibuja una sonrisa de extremo a extremo. C’est très joli!