Sjef’ conserva en su chalet embarcaciones de diferente tipo y eslora. | Pere Bota

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Al alba cuando el mar se envuelve en la bruma y repican las campanas, comienza el ballet de la tripulación y el barco lento y majestuoso se aleja del muelle, con su airosa arboladura avanzando contra un cielo aún sombrío. Llevo esa imagen incrustada en el alma desde los quince años, cuando vi por primera vez Capitanes Intrépidos, una impagable lección de valores y amistad inspirada en la novela de Rudyard Kipling, que Victor Fleming transformó en una prosa eficaz para la gran pantalla en 1937. Aquella aventura marinera, a lo Jack London, me lleva a Josephus ‘Sjef’ Kneepkens, un avezado marino y constructor de embarcaciones. Su historia bien vale un reportaje.

En un punto difuso de la carretera que estrecha el Coll d’en Rabassa y Can Pastilla se alza una fachada cuya fisionomía, en cualquier otra circunstancia, pasaría del todo desapercibida... de no ser porque tiene una barca incrustada. Como oye. Al instante supe que esa curiosa estampa tenía una poderosa historia detrás. A simple vista, ‘Sjef’ –se pronuncia ‘chef’– parece un personaje cinematográfico; el marinero que caracterizó Spencer Tracy en Capitanes intrépidos. Aunque aterrizó en la Isla a una edad más cercana a la que contaba Mickey Rooney cuando inmortalizó al grumete Dan, otro de los personajes que sobreviven a bordo de la We’re Here, la goleta de tres palos en la que se ambienta la película.

Cuenta Sjef que llegó a Mallorca con apenas veinte años, justo el día después de pasar por el altar en su Holanda natal. Corría el año 1971, una época en la que «la Isla era absolutamente diferente de lo que es ahora. Desde mi casa hasta el Arenal no había más construcciones que un par de hoteles, el resto costa virgen, y mira ahora...». Pues sí. Ahora parece Benidorm. «Entonces dejabas en la calle una bombona vacía con un billete debajo para que la cambiara el butanero, y cuando volvías por ella allí estaba; prueba a hacerlo ahora…», prosigue entre risas.

Sjef’ junto a la peculiar fachada de su hogar, atravesada por una barca
Sjef’ junto a la peculiar fachada de su hogar, atravesada por una barca.

De porte bonachón, ojos pequeños pero vivos y una sonrisa amable, Sjef sorprende con su arrollador optimismo, habla con seguridad de lo que hace y de cuanto le queda por hacer. Hombre de ideas claras, franco y rotundo, con una inteligencia diáfana y un gran sentido del humor, está convencido de que lo que importa, además de tener sueños, es saber ponerlos en marcha. Él lo hizo nada más llegar a la Isla. De un día para otro levantó un astillero de donde salían «llaüts de diferentes tamaños que se vendían muy bien en Mallorca y Barcelona». Su pasión por la velocidad le hizo ampliar el negocio para dar cabida a la fabricación de lanchas rápidas. De las paredes de su coqueto despacho penden algunos retratos de juventud, en los que se le ve surcando el mar a lomos de estilizadas embarcaciones de «1.000 caballos de potencia que alcanzaban 150 km/h por hora».

Éxitos

En una de ellas protagonizó una vuelta a Mallorca en la que «gasté 1.200 litros de combustible». Testigo de su apasionado paso por la competición náutica quedan los títulos cosechados, «fui ocho veces campeón de España», también se empleó con éxito en el campeonato europeo. Su hija siguió sus pasos, le brillan los ojos cuando relata sus hazañas, «ha sido subcampeona de Europa». Cuenta Sjef que su profesión, que también es su pasión –ya conocen el dicho: ‘trabaja en aquello que te gusta y no trabajarás ni un día en tu vida’– le hizo colocar la embarcación en el frontal de su vivienda «como reclamo para los clientes, que supieran llegar sin problemas al astillero». Éste se ubica justo en frente de su domicilio.

Abandono su hogar, una hermosa propiedad de puertas adentro que es todo austeridad vista desde el exterior. Brilla el sol y el viento arrastra partículas de sal marina. Me subo a la moto de vuelta a la redacción, pero me llevo conmigo la imagen de Sjef. Me acompañará sempiterna junto a los semblantes duros, ajados por el trabajo, de Tracy y Rooney. Habitantes de un mundo en vías de extinción, apegado a unos valores hoy denostados. Y siento un amago de pena. No me inquieto, conozco el remedio: basta revisitar Capitanes intrépidos, una historia que transforma en hombres a los niños, y en niños a los hombres.