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Con los arribados este lunes son casi 2.200 los migrantes que de forma irregular han llegado este año a las costas de Baleares. Las cifras no mienten y a estas alturas resulta harto complejo negar la existencia de una consolidada ruta de inmigración ilegal entre Argelia y el Archipiélago, debidamente gestionada por mafias que trafican con la desesperación y el sueño de una presunta vida mejor en Europa. Un ideal de bienestar que en absoluto casa con las infraestructuras públicas que deben acoger y dar refugio a ciudadanos magrebíes que, en las últimas semanas, llegan ya de cien en cien en condiciones inhumanas.

La postura del Gobierno.

Tras la llegada en 48 horas de 29 embarcaciones con 355 personas a bordo, el ministro del Interior sostiene que en el Gobierno «no hay ninguna preocupación extraordinaria» por la avalancha de inmigrantes. Unas declaraciones que relativizan la situación en la línea de las pronunciadas por el mismo Grande–Marlaska en agosto, cuando la llegada constante de pateras era un hecho. «No hay ningún problema a resaltar. Baleares cuenta con las infraestructuras precisas y necesarias para dar respuesta», razonaba entonces.

Devolver la dignidad.

Sin embargo, sí hay un problema a resaltar. Dos días después, este periódico abría su portada con la fotografía de decenas de inmigrantes hacinados en colchonetas y camastros, a casi 40 grados, en el párking de la comisaría de Policía de s’Escorxador en Palma. Semanas antes había salido a la luz la construcción de un centro de atención temporal en un solar público en s’Aranjassa y este lunes tuvo que acondicionarse a toda prisa parte del abandonado cuartel militar de Son Tous. España tiene un problema migratorio en Baleares. No sólo no puede obviarlo, sino que debe poner todo de su parte para aliviarlo. Aunque sólo sea para devolver la dignidad de quienes principalmente lo sufren: los seres humanos que se juegan la vida en el mar.