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La vida es escoger, optar. Ante el mundo de hoy, hemos de adoptar posturas. Constantemente hay que posicionarse. La vida pública de nuestras sociedades se basa en que los ciudadanos elijan, se pronuncien, se mojen, decidan. Esa es la esencia de la democracia: escoger. Las preferencias del público son las que marcan el camino.

Sin embargo, son tantos y tan complejos los asuntos sobre los que nos piden un pronunciamiento que, francamente, nadie tiene una opinión formada sobre todo. ¿Cómo saber con rigor si Hásel ha sido o no censurado? ¿Cuántos folios de sentencias, escritos en un lenguaje que no es para las mayorías, hay que leer para posicionarse en el asunto de Rocío Carrasco ? Cuando algún político dice que hay que bajar o hay que subir los impuestos, ¿cuánto hay que entender de política fiscal para poder construir una opinión sólida?

No, no estamos para esto. Y menos en una sociedad que también quiere disfrutar de la vida. De manera que ‘la buena gente’ prefiere convertir el justo medio en sinónimo de verdad, de equilibrio, de ecuanimidad. Si se trata de elegir entre derecha e izquierda, el centro sale como ganador; si tenemos que escoger entre centralismo y nacionalismo, la verdad por la que optamos es un menjunje de ambos; si los sindicatos piden un seis y la empresa ofrece un tres, está claro que el cuatro y medio es el punto perfecto. Profundizar es costoso y habitualmente aburrido.

La masa, el ciudadano normal, ‘la buena gente’ no está para disquisiciones. Quiere una fórmula fácil, de aplicación universal, que tranquilice la conciencia, que le asegure una posición cómoda, que le permita seguir disfrutando de las vacaciones, que sea psicológicamente reconfortante. ‘La buena gente’ no quiere líos, ni confrontación, ni tensión. Que haya paz y después gloria.

Todos los actores de la esfera pública, los que organizan el debate, los que luchan por la adhesión popular, han descubierto qué busca la masa, cómo se comporta ‘la buena gente’, y manejan los hilos para llevársela al huerto. Y con ella, los votos.

Por eso tanto la izquierda como la derecha moderadas están encantadas porque les hayan salido los extremos ideológicos que les aseguran su centrismo. Promoverían activamente los extremos si no fuera porque siempre ‘roban’ algunos votos. Si no fuera por eso, sería fantástico: Casado ya no es un ultraliberal, porque hemos de dejarle algo de espectro a Vox; Sánchez ya no es un rojo incendiario porque si no Podemos se nos sale de cobertura. Hasta al Partido Nacionalista Vasco le ha ido bien Puigdemont porque ahora lo podemos ver como un partido serio, centrado, prudente. Como no se pasa a la clandestinidad, como no huye al extranjero, ‘la buena gente’ ya se queda tranquila.

Todo esto tiene un problema: la verdad. Obstinadamente, la verdad no se sitúa siempre en el centro. A veces está en un extremo; a veces no acepta componendas. Si un individuo agrede a otro, la verdad no está a medio camino, sino que ampara a la víctima; si dos coches colisionan porque uno incumple las normas, la verdad no consiste en repartir las culpas; si Podemos o Vox defendieran una postura válida, la verdad no saldrá de una negociación.

Hay un personaje que es la encarnación del chalaneo negociador, el pobre Neville Chamberlain , primero ministro británico antes de la Segunda Guerra Mundial. Su postura ante los desafíos de Hitler fue reiteradamente la misma: ceder, acercándose paulatinamente a sus pretensiones. Ir buscando nuevos puntos intermedios: ni lo que tú dices, ni lo que yo quería, busquemos un lugar intermedio. Y después, otro aún más cercano al nazismo; y otro, y otro, hasta que hasta ‘la buena gente’ terminó por sospechar que aquello era un suicidio.

No me atrevo a asegurar que hoy estos trapicheos con la verdad sean más frecuentes que nunca. Dejémoslo en que, como ha ocurrido siempre, la masa tiende a amoldarse a los incendiarios, a los extremistas, porque hemos de negociar, porque la verdad depende del número de apoyos, de las adhesiones. Así, aunque no sea verdad, al menos será aplaudida.

Esta es la lógica con la que funciona el debate público. La lógica de la manipulación, del engaño a condición de que quede bonito, de que sea estético. Estos son los fundamentos del debate contemporáneo: quedar bien más que encontrar la verdad. Así es como se mueve la sociedad, ‘la buena gente’, que somos todos de una manera o de otra.

El asunto se agrava con el bienestar económico. Europa –y Occidente– está en declive porque ha dejado de pensar y busca el punto intermedio, el que queda guapo, el que conforma un poco a todos. Y a vivir que son dos días.