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En 1985 me mandaron –con petate, pijama y orinal– a Tenerife (Nivaria, Tinerfe) a hacer la mili. Iba conmigo, también de mozo de la misma quinta, Biel Ensenyat Pujol, hoy catedrático en la UIB, puntilloso medievalista y hombre de gran valía personal y cultural. Tras la instrucción en Hoya Fría (hoy campamento de menas) me destinaron al castillo del Santo Cristo de Paso Alto reconvertido en club militar. Allí me lo pasé de miedo: tengo un gran recuerdo de aquel periodo (con Meseguer Gallofré y Jaume Valls Galimany) cosa que cuando lo recuerdo asusta a incautos. En Tenerife coincidí varias veces con Camilo José Cela. Una de esas veces iba el Nobel con una moza estudiante y yo estaba a su lado. Le dijo el maestro: «Mira, este es Jesús, recluta y alumno mío en Mallorca. ¿Es verdad, Jesús, que en cada clase nos tomábamos una botella de güisqui?». «A veces dos, don Camilo» (carcajada al canto). En Santa Cruz iba cada día a la Biblioteca Municipal que entonces llevaba una agüelica muy versada, doña María Dolores Álvarez. Y así empecé a interesarme por la historia de las Afortunadas, y de aquellos lodos, estos barros o lavas.

Veamos: De las muchas erupciones que han tenido lugar en Canarias, en el tiempo geológico, tenemos noticias, lógicamente, de muy pocas porque las Afortunadas fueron redescubiertas (’nuevamente encontradas’) por los mallorquines, en el siglo XIV y hasta que no dieron cuenta de esas erupciones los cronistas y escribanos que por allí pasaban pues no quedaron documentalmente registradas. En el caso de La Palma sabemos que hubo una fuerte erupción en 1430, en el volcán Tacande, no lejos de Cumbre Vieja. Cristóbal Colón vio otra en la cima de Tenerife. Los mallorquines, por lo menos desde 1334, hicieron numerosas expediciones a Canarias en dos sentidos, uno comercial, en el que buscaban dos materias tintoreras muy apreciadas en aquellos siglos: la orchilla (un liquen brillante, de color rojo, que crece en las rocas marinas que dan al norte) y el murice, un marisco del que se obtiene la púrpura. La otra dirección de la presencia nuestra iba encaminada, probablemente tras un pacto, a la evangelización de los aborígenes canarios. Aquello fue un esfuerzo descomunal que entusiasmó al papa Clemente VI que raudo creó el Obispado de la Fortuna (1351), en Telde (Gran Canaria), lugar en manos de frailes mallorquines, cuya huella histórica es todavía muy palpable en Betancuria (Fuerteventura) con un bellísimo templo desvencijado. El primer obispo de Canarias fue fray Bernardo Font, nacido en Palma en 1304.

En el caso de La Palma hay dos datos, tal vez algo fabulosos, que apuntan a Mallorca. El primero es el topónimo; el historiador tinerfeño del siglo XVIII, José Viera y Clavijo sostenía que ‘La Palma’ se lo pusieron los navegantes mallorquines para recordar su ciudad, Palma. Algún erudito sostiene que la imagen de terracota policromada románico-gótica (s. XIV) de la virgen de Nuestra Señora de las Nieves fue llevada a la isla por misioneros mallorquines que, en su conjunto y dilatando el tiempo, probablemente, fueron los primeros europeos en ver un volcán canario echando fuego.