Cuando muere un escritor, los libros se estremecen. Sus criaturas literarias, hijas de la ficción, lamentan la pérdida de quien les creó. Una creación que fue larga como un parto, con momentos de emoción intensa, de alegría y también de dolor. Seguramente porque lo bello nace del goce y del sufrimiento. Cuando muere un escritor, se apenan sus lectores. Aquellas personas que quizás no conocían a la que se ha marchado, pero que amaron sus palabras, porque hallaron otros mundos en ellas, que les sirvieron de consuelo o les acompañaron, porque les permitieron soñar. Nos dejó María Antonia Oliver. Murió en Mallorca, donde nació, seguramente con el corazón dividido entre la Isla y su otra ciudad, Barcelona, aquella que le permitió aprender a volar, sentirse más libre, y que compartió con su pareja, Jaume Fuster, el escritor que nos dejó demasiado pronto, cuando apenas tenía cincuenta y un años.
Que no reposen en paz
Palma14/02/22 3:59
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