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Es una especie de experimento. Dejo escrito este artículo sin saber si el jueves de su publicación se habrá producido ya (por ejemplo) una invasión extraterrestre ni si la noticia, de concretarse, seguirá en la portada de los diarios impresos y medios digitales u otra noticia la habrá relegado; que sé yo, la de una campaña para ir sustituyendo las mascarillas de la pandemia por máscaras de guerra ante la inminencia de un ataque nuclear.

Adelanto este artículo sin saber si tendrá algo que ver con el menú informativo de la jornada ni si quedará menú informativo. Todo va tan rápido, nos seduce tanto la velocidad que cualquier asunto es susceptible de terminar antes de empezar. Es como si una criatura recorriera el mundo. Y no es aquel fantasma del Manifiesto ante el que todas las fuerzas de la vieja Europa se habían unido en santa cruzada para impedir su avance. No, qué va; la criatura en cuestión, la que define estos tiempos, es una criatura caníbal y antropófaga de la actualidad que se come lo que ve a su paso y arrambla con todo hasta no dejar rastro, por lo que cualquier asunto se olvida muy rápido y cede el sitio a otro. Es, de alguna manera, lo que cuenta Yoko Ogawua en su novela La policía de la memoria: la desaparición repentina y progresiva de objetos, sensaciones y gestos que llevan luego a su posterior olvido.

Lo mismo acontece con el día a día y de ahí el riesgo de adelantar un comentario no ya con días sino con horas de antelación. Por eso –y lo anoto antes de que desaparezca de la actualidad, si es que todavía se mantiene– parece tan acertada ese discurso del arquitecto Elies Torres del lunes que incluyó un llamamiento a ir más despacio, un lamento por no haber aprendido nada de la pandemia y una pregunta, con evocaciones proustianas, sobre cuáles serán los paraísos perdidos de las generaciones futuras. Igual, paraísos vistos y no vistos.