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Toda la vida ha habido borrachos, el típico personaje popular de cada pueblo que solía combinar algún problema mental con las adicciones. En mi pueblo era un ser entrañable, que vivía entre escombros y pises en una vieja mansión victoriana abandonada. Alguien completamente inofensivo. Ahora esto ha cambiado. Porque parece que las adicciones forman parte de la vida cotidiana y, con tal de no plantearse el por qué, todos miramos hacia otro lado. Me dicen que estos días a las nueve de la mañana el aeropuerto de Palma ya está lleno de borrachos.

Turistas que vienen entonados desde el vuelo, jóvenes y no tan jóvenes, que identifican viajar a España con cogerse una cogorza del quince por cuatro duros. Esa es la triste imagen que hemos logrado construir en cincuenta años de ofrecer a precio de saldo un país que tiene todo lo que un turista podría desear y más. Creo que nadie piensa en viajar a París a emborracharse, o a Machu Pichu, Japón, Egipto o Nueva York. Son destinos que han sabido definir a la perfección su perfil turístico, todos sabemos qué ofrecen allí.

Si te interesa vas y, si no, eliges otro lugar. Mallorca es una tierra privilegiada en muchos aspectos, tiene una larga historia –restos prehistóricos importantes, murallas, castillos, museos, fortalezas, iglesias–, paisajes idílicos, condiciones perfectas para distintos deportes y unas playas difíciles de superar en el planeta entero. Y, sin embargo, vienen borrachos y a seguir bebiendo. A la juerga, al mogollón, a montar broncas, a lo más burdo y bajo que puede existir. Yo tengo claro que el causante es el bajo precio del alcohol, pero esa guerra parece que no le interesa a nadie. Prefieren coger el dinero sin mirar de dónde sale. Ni a qué precio.