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Las estadísticas confirman lo que todos sabíamos: que estamos a tope. Morimos de éxito; de hecho, nos asfixiamos de éxito. Más de un millón y medio de personas coincidieron la pasada Semana Santa en Balears. Y eso que miles de residentes viajaron a otros sitios por las vacaciones de Pascua. Se habla de regular el turismo –decrecer en plazas–, de impedir la venta de inmuebles a extranjeros... no hay fórmula mágica. Lo que no hace ningún bien es proclamar a bombo y platillo que se ha logrado el pleno empleo –cuando todos sabemos que esos trabajadores de hoy son carne de paro dentro de unos meses–, que somos la locomotora de España, que no hay nada mejor que estas Islas.

El mensaje vuela y cala. No son los cuatro archimillonarios que compran una mansión en el Port d’Andratx ni las familias alemanas o francesas que pasan una semana de verano en la playa. Son las decenas de miles de recién llegados en busca de empleo, de una vida mejor, de esa oportunidad que otras provincias no conceden. Llegan aquí con la esperanza y casi con el puesto de trabajo garantizado durante la temporada. Pero no saben que el alquiler –si lo encuentran– costará lo mismo que su sueldo, que octubre llega muy pronto y esto se convierte en un erial y las colas del hambre son todavía muy, muy largas.

Los políticos venden humo. Todos lo sabemos. Pero ese humo es muy peligroso si alcanza el horizonte y emborrona la realidad. Poner coto al crecimiento demográfico es complicado. Por desgracia, una prolongada crisis económica lo consigue. Pero mientras el negocio turístico funcione y genere empleo será imposible detener el tsunami. Mallorca tenía un tamaño razonable cuando era pobre y hasta los autóctonos hacían la maleta para emigrar.