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El paso del tiempo no nos hace necesariamente mejores. Según los dictados de la lógica, tendría que ser así: a medida que acumulamos experiencias vividas, tendríamos que ser más tolerantes, más comprensivos, más abiertos a escuchar la opinión de los demás sin prejuicios. Tendríamos que ser también más fuertes ante la adversidad, y más conscientes del valor de la vida. Sin embargo no siempre sucede así. Muchas personas ganan inflexibilidad con el transcurrir del tiempo. En vez de ser vino se convierten en vinagre. Son individualistas y poco generosos.

Algo parecido ocurre con nuestras reacciones. ¿Adquirimos mayor conciencia de todo lo que nos rodea, de nuestra experiencia diaria, de aquellas personas que nos importan realmente? Todos tenemos una lista larga de conocidos y una mucho menos extensa de amigos. Son listas que se modifican a lo largo de los años. Quien era un simple conocido puede elevarse a una categoría superior de confianza. Alguien a quien habíamos creído un amigo leal nos decepciona y deja de serlo.

En los últimos años, que no han sido fáciles, he tachado algunos nombres de mi lista de amigos. No ha sido sencillo. Nunca lo es. En las situaciones límites, observamos a los que nos rodean sin mascaras, ni disfraces, incluso sin maquillaje. Es la hora de la verdad: las crisis personales pueden ir acompañadas de muchos cambios, especialmente en el terreno de los afectos. Nuestra agenda personal de nombres puede variar de forma radical.

Sentirse decepcionado por un amigo no es una experiencia inusual. Lo que pasa es que, si la decepción es honda, si nos coge desprevenidos o vulnerables, entonces más dura será la caída.
Tener amigos que compartan tus risas, tu fiesta, la abundancia de la vida… es fácil. Los que están al pie del cañón ante la adversidad suelen ser pocos. La incondicionalidad, la escucha que no juzga, la paciencia... son dones poco frecuentes. Agradezco a la vida los nombres que perduran imborrables en la agenda de mi alma.