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Antiguamente, cuando a nadie le importaba lo políticamente correcto, a la gente normal y corriente se le denominaba ‘populacho’, con aire despectivo, porque la palabra implica multitud, desorden, ignorancia, lo que hoy consideraríamos el comportamiento barriobajero, choni, poligonero. Sin embargo, bien sea por influencia de las redes sociales –que han encumbrado al populacho, al darle la herramienta para alcanzar la gloria antes reservada a los elegidos–, el periodismo actual está viviendo una deriva que a mí no me gusta nada. Se trata de contar con el populacho para todo. ¿Que hace frío y nieva? Le ponen la alcachofa televisiva a una señora que sale de la panadería y le preguntan qué le parece el frío. ¡Hombre, por Dios! ¿Qué puede importarnos al resto de los españoles lo que opine esa mujer? ¿Que se juega un partido de fútbol importante? Alcachofa y cámara ante los garrulos en chándal que saltan como gorilas y barritan como elefantes para animar a su equipo.

Y, por supuesto, preguntita al canto para saber qué opinan. Ya sé que este comentario puede sonar clasista, snob y hasta repelente, lo admito, pero en el fondo, lo que pongo en tela de juicio es el periodismo, no la existencia del populacho, que ha estado siempre ahí y seguirá estando. La clave aquí no es despreciar a nadie, sino aceptar, o no, que un medio de comunicación serio –mucho más si es la televisión pública, que pago de mi bolsillo– se ahorre el trabajo, el esfuerzo y la inteligencia de contactar con personas que realmente aportan algo con sus declaraciones para dedicarse a salir a la calle, enfocar al primero que pasa y conformarse con declaraciones vacías que parecen sacadas del día de la Lotería, cuando el populacho es el auténtico protagonista.