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Corro a encender la tele y busco rápidamente el canal, no me vaya a perder el final del partido, y lo primero que me encuentro es a Djokovic discutiendo con el juez de silla. Dos sets a cero y seis juegos iguales en el tercero, con cinco a uno a su favor en el tie-break, y resulta que a dos puntos de ganar su décimo Open de Australia a Djokovic le da por quejarse de que cuando iba a darle a la pelota de revés un espectador entusiasmado ha levantado demasiado la voz y, claro, ha fallado.

«Prohibido hablar con el conductor», puede leerse también al subir a cualquier autobús de línea, y bien pensado está porque ese partido lo juegan todos los que van dentro y cada día es una final. De que los pasajeros no puedan hablar entre ellos, sin embargo, no se dice nada, entre otras cosas porque tampoco se sabe de ningún conductor de autobús que se haya saltado un semáforo en rojo porque dos hombres sentados al fondo se hayan puesto a hablar de política. Así pasa que siempre he pensado que el problema del tenis no es que haya gente que hable durante los puntos (como que hasta los periodistas que narran los partidos en sus cabinas de transmisión comentan las jugadas entre inquietantes susurros, no sea que les llamen también la atención), sino que como no se permite hacerlo a nadie, luego uno grita y todo el mundo se sobresalta. Hemingway buscaba su inspiración en los bares entre murmullos de conversaciones ajenas y si seguramente llegó a Premio Nobel fue en buena parte gracias a que estas ahogaban hasta el silencio el insufrible tintineo de las cucharas.