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La historia de la filosofía está llena de pensadores cuyas ideas yacen muertas en una estantería de biblioteca. Algunos, los menos, logran ser populares. A veces incluso con ideas atrabiliarias. El siglo pasado encumbró al menos dos filosofías que llenaron campos de concentración y ‘gulags’, que nos llevaron a guerras y exterminios y, sobre todo, produjeron mucho sufrimiento. Simples ideas que acabaron en millones de muertos, sin que nunca nadie pidiera perdón por esos horribles errores. Como para despreciar el valor de las ideas.

Ahora estamos en un momento de transición entre el modernismo racionalista, dominante desde el Renacimiento, y el postmodernismo contemporáneo; vamos de una filosofía que pretendía ofrecernos metarrativas basadas en la razón, capaces de responder a todas las preguntas, a otra sustentada en la emoción, que no aspira a ser un sistema general ni coherente sino una suma de soluciones parciales, placenteras, basadas en el sentimiento.

¿Debemos preocuparnos por lo que proponen los postmodernos –sobre todo franceses–, cuya idea central es que el ser humano no es sino que se construye? ¿Qué importancia puede tener este tipo de sutilezas para la vida diaria? La filosofía, al fin y al cabo, siempre ha estado ahí, sin preocupar a las masas. El movimiento postmoderno, opuesto al racionalismo que había defendido la idea de ciencia y progreso, no nos alarmaba, porque con el racionalismo llevábamos un siglo matándonos.

Sin embargo, estas ideas han cuajado. Pasarán, como todas, pero hoy están de moda. Han tenido eco porque nos despojan de responsabilidad al atribuir a otros la culpa de cómo somos, al decir que nos han construido mal, al hacernos a todos víctimas de otros, del sistema, de la sociedad, del patriarcado, de Occidente, de los ricos, de los poderosos, de los yankies. Todos inocentes y víctimas, todos merecedores de derechos que ya es hora de que nos reconozcan. Nuestro yo verdadero es víctima de cómo se ha construido la raza, la etnia, la clase social, el género, la historia. No somos, nos hacen y, por ende, la responsabilidad es de otros.

Como todo es una imposición, como todo es una construcción, es perfectamente posible que un humano con pene y testículos sea mujer, porque ha sido una convención social la que ha determinado este destino. Si no empleamos las herramientas para ascender socialmente, fundamentalmente la educación, si nos quedamos a esperar el futuro, somos víctimas porque los demás debían de habernos auxiliado. No hay agencia, no hay responsabilidad individual. El esfuerzo se convierte en innecesario porque son los demás los que han de garantizar la igualdad. Si uno es lo que el entorno impone y no tiene papel en el devenir de su vida, si nada depende de nosotros y todo del contexto, no tenemos responsabilidad individual.

A mí me parece evidente que el contexto pesa en nuestras vidas, pero también me parece aberrante que no tengamos papel alguno en lo que nos ocurre. Basta ir a cualquier aula del mundo para comprobar que todos somos diferentes, que unos tienen más y otros menos capacidad, que unos podrían vender neveras en el polo mientras otros somos totalmente torpes con los asuntos de dinero. Simplemente diferentes.

La pedagogía moderna, una disciplina nefasta que ha perdido el sentido común, también cree que si uno sigue ciertos procedimientos adquiere las competencias para una actividad, como diciendo que si no juego al fútbol como Messi es porque no he ido a La Masía. Yo podría ser como Einstein, como Beethoven, como Cervantes o incluso como Shakira, de haber transitado su mismo camino. En este sentido, como la realidad no cuenta, como la emoción y el sentimiento nos guian, entonces la política definitivamente se fundamenta en el marketing, en la mentira, porque eso emocionalmente funciona.

No será la primera vez que un planteamiento filosófico erróneo se hace popular y se instala en la sociedad. Las redes sociales, por su naturaleza supresora de las jerarquías, contribuyen a ello. Y, sobre todo, el bienestar: la mente del ser humano occidental, ocioso, aburrido y sobrealimentado, tiende a construir su ficción, su alucinación. Sin embargo, al final la verdad, la realidad terminará por imponerse, pero no tenga duda de que nos pasaremos varias décadas de confrontaciones y sufrimiento, intentando demostrar que los hombres y las mujeres somos diferentes, y que el que todos merezcamos igualdad de oportunidades nunca va a significar que todos las sepamos aprovechar. Sólo hay una cosa más injusta que la falta de igualdad de oportunidades: la imposición de la igualdad de resultados.