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N o conozco personalmente a José Ramón Bauzá y sus apariciones mediáticas me parecen las clásicas del payasete de la clase con aires de superioridad. Al margen de que el tipo nos pueda caer mejor o peor a través de la imagen que proyecta y de su ideología política, lo cierto es que está abonado a la polémica. La de ahora le sitúa en el foco de una denuncia por acoso laboral y maltrato psicológico. Sin conocer tampoco al que ha interpuesto la denuncia, adivino de qué tipo de persona se trata. Y eso me lleva a una reflexión: la educación y el trato que damos a nuestros hijos. Desde los años noventa –esa generación ya ha alcanzado la edad para ser, a su vez, padres– la infancia y la adolescencia se contemplan y se abordan desde la delicadeza. Quizá sea fruto de que la mayoría de los ciudadanos nademos en las cómodas aguas de la burguesía consumista, tal vez la nefasta influencia de Disney y su universo algodonoso y rosa, la proliferación de psicólogos, pedagogos, activistas New Age, la filosofía esta de la positividad... ignoro el sustrato, pero el resultado está a la vista. Muchos jóvenes conocen al dedillo sus derechos, se inventan algunos más y tienden a olvidar las obligaciones o los marrones. El mundo laboral está plagado de ellos, por suerte o por desgracia. Nadie cabal creerá que cada día 30 alguien ingresará en tu cuenta tres mil euros –no cobran poco precisamente los asistentes del Parlamento Europeo– por tu cara bonita. A mayor salario, mayores exigencias. Puede que Bauzá sea un negrero, un mal educado o un maltratador, no lo sé. Lo que sí sé es que todos recibimos llamadas fuera de nuestro horario, en fines de semana y en vacaciones. ¿Qué no debe hacerse? De acuerdo. Pero si denunciáramos, el país se paralizaría.