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En este país tan peculiar y racial en que vivimos, siempre andamos entre Pinto y Valdemoro, entre la Ceca y la Meca, entre el Barça y el Madrid, entre el esperpento y la comedia bárbara; pero, sobre todo, vivimos en la condena de ser una unidad de destino en lo irracional.

Digo lo dicho por la ola de indignación que ha suscitado la caricatura de la Virgen de Rocío y el significativo silencio, en cambio, sobre el que puede llegar a ser uno de los mayores desastres ecológicos de Europa, la desecación de Doñana, hábitat, por cierto, de la tan cacareada Virgen. Y ahí tenemos a Moreno Bonilla, con un par de pares, desoyendo las advertencias de Madrid y pasándose por el arco del triunfo las amenazas de sanción de la Unión Europea, y todo porque comamos fresas todo el año.

El nuestro es un país mediterráneo, seco y montañoso, de pocos ríos y con no mucho caudal, donde el agua es un problema plurisecular que se viene intentando resolver desde la Ley de Aguas del año 1866. Un país con una agricultura de secano y pocas zonas de humedad, pero que, entre la intensificación del regadío y la proliferación de urbanizaciones y chaletitos con piscinas, acabará tan seco como la mojama. Así, el parque nacional y natural de Doñana, el Mar Menor, las lagunas de Ruidera o las Tablas de Daimiel, por no hablar de la sequía catalana, son serios avisos que seguimos sin tener en cuenta. Y siendo un problema nacional, y de tal envergadura, las competencias sobre los recursos hidráulicos no deberían haberse transferido a las comunidades autónomas.