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Arrancó la campaña electoral de las elecciones territoriales del 28 de mayo y en estas circunstancias quienes nos dedicamos a descifrar los temores y las esperanzas de sus principales actores estamos obligados a aplicar una especie de coeficiente reductor al patológico voluntarismo de unos y otros. Se dice que en campaña vale todo.

No hay coincidencia en las varas de medir ante el pronunciamiento de 35 millones de votantes para hablar con fundamento del eventual ganador del 28-M. No puede haberla por lo heterogéneo del volquete de datos sobre los 8.131 Ayuntamientos, las 12 Comunidades Autónomas y las 2 ciudades autónomas sometidos a las urnas de esa jornada electoral.

O sea, que no procederá hablar de un ganador o un perdedor indiscutible. Muy generalizada tendría que ser la derrota (o la victoria) de uno de los dos competidores centrales de la lucha por el poder (medida en más o menos poder autonómico y municipal) para que podamos hablar de triunfo o de fracaso de uno de los dos, el PP y el PSOE.

Lo previsible es que las victorias y las derrotas vayan por barrios y se compensen entre un partido y otro, porque si hay ‘Caballeros’ (Vigo) en el PSOE también hay ‘Pacos de la Torre’ (Málaga) en el PP. Y lo mismo ocurrirá dentro de cada partido, que ha de conjugar sus datos con los de su partido-escolta (Vox en el caso del PP y UP-yolandas en el caso del PSOE). Los partidos harán una interpretación en clave nacional a los resultados territoriales del 28 de mayo. La lectura vendrá condicionada por el voluntarismo y el sesgo triunfalista, salvo que, insisto, del recuento se desprenda una conclusión generalizada, escandalosa e indisimulable de la derrota, o la victoria, de uno de los dos partidos. Y para eso no bastará quedarse solamente con la suma de votos en los 6.131 ayuntamientos, a modo de macroencuesta de cara a las generales, porque puede darse el caso de que quien pierda en ese global gane ayuntamientos emblemáticos sin perder demasiado poder autonómico.