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Ya pasó la Noche de San Juan. Esta noche misteriosa en la que todos los astros miran a la luna que está en su plenitud. Una noche de misterio, en la que hace miles de años se celebra la llegada del solsticio de verano en el hemisferio norte. Esta noche mágica, cuando las aldeas encienden sus hogueras y sus canciones, y danzan para celebrar el maravilloso rito de los amores. Tengo por costumbre, desde hace muchos años, sacar de mi biblioteca las obras completas de Alejandro Casona que es para mí el literato español más importante de los último cien años. Y me gusta releer La dama del alba, su mejor obra de teatro, llena de valores líricos y dramáticos. Obra esencialmente poética en la que se funden aires de leyenda y ciertos toques de mitología telúrica. La dama del alba nos muestra que la felicidad y el amor se ven amenazados por la muerte (la Peregrina, en la obra). Vida y muerte, dos caras de una misma moneda, que no pueden existir la una sin la otra.

Y empieza la obra con el canto de los niños que se encuentran muy a gusto junto a la Peregrina (la muerte) que viene del río, en cuyo fondo –se dice–, hay una aldea cuyas campanas voltean gozosamente durante la Noche de San Juan; los niños, tan amigos de los romances y de las leyendas comentadas; la Peregrina, sintiéndose apresada por la ternura y la risa; la Madre, en su papel de antigua sacerdotisa que cuida con imperio de un culto que amenaza extinguirse; el Abuelo, cuyos ojos han sabido ver a la Muerte, sin miedo y sin rencor; Adela, la mujer que quiso, inútilmente, abrir dos veces la puerta de salida de su vida. Angélica, la mujer que sacrifico su vida a la limpieza iluminada de su recuerdo como único medio de pervivir en los corazones.

Y entre ellos hablan de amor, eso que sienten los humanos pero que sabe definir perfectamente: «El amor es este travieso misterio que os llena la sangre de alfileres y la garganta de pájaros… y cómo os envidio a los que podéis sentir ese dolor que se ciñe a la carne como un cinturón de clavos, pero que ninguno quisiera arrancarse».

Será verdad –dice el abuelo–, pero yo nunca tuve tantas ansias de ver salir el sol.