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En el ámbito público, en los medios, en las redes, todos somos iguales: lo que decimos queda en un mismo plano que lo que proponen los demás. Es la opinión de uno al lado de la de otro, sin la influencia de la historia personal, de la credibilidad, del conocimiento. Al mismo nivel. Tanto da de dónde venga. Eso no va así en la vida real. Todos lo sabemos, pero queremos ignorarlo. Está bien que tratemos lo que oímos como si sus autores no tuvieran historia pero no está de más recordar que no somos iguales.

Yo trabajé en una redacción en la que tal vez había cuarenta periodistas. Todos tenían sus secciones, escribían sus noticias, reportajes o artículos de opinión. Pero no todos eran iguales: cuando determinados redactores decían algo, todos los tomaban en serio porque su credibilidad era alta, su palabra valía; sin embargo, otros comentarios eran siempre recibidos con una sonrisa escéptica porque la credibilidad de sus portadores era mínima. Su historia les hundía. «Las cosas de…», decían. Ocurre en todos los ámbitos de la vida: con conductores de bus, peluqueros, abogados o payasos de circo. ‘Ley de vida’: quien nos ha dicho mil mentiras, no lo tiene fácil para convencernos de una verdad. ¿Etiquetas? Sí, son etiquetas. ¿Las etiquetas son injustas? Sí, pero yo me sigo fiando de la gente seria y sigo desconfiando de los impresentables.

Cuando leo el periódico no puedo –y no quiero– reprimir el impulso de mirar quién firma una u otra noticia: a unos les creo; a otros los tomo como una verdad provisional, que ya veremos si se confirma… Y a otros ni los leo. En cuanto a la opinión, ni eso: conozco el percal, sé de quienes son familiares, a quienes le deben la cancelación anticipada de la hipoteca, quién los colocó en el puesto de relumbrón que ocupan y no merecen y, por lo tanto, sé a qué intereses responden. O si son fiables, libres, independientes.

En política ocurre exactamente lo mismo. Hay políticos en todos los partidos que son de fiar, que piensan lo que dicen, que tienen palabra; y también hay de los otros. Sobre todo de los otros, porque para ser político hay que aguantar años de palanganero antes de ascender, prueba que apenas superan los muy, muy descarriados. Todos están al tanto de quién es quién, por lo que algunos hablan pero no los escucha nadie. Ni siquiera sus propios compañeros. Les toleran que meen fuera del tiesto porque los conocen y saben que lo que digan da igual. Los propios periodistas saben que no hay que hacer caso a las declaraciones de tal o cual porque no saben de qué van las cosas. Así que ahí están, diciendo bobadas sin repercusión.

Pero esto no lo saben los votantes. A mí me gustaría conocer a quién voto, lo cual en una sociedad compleja como la contemporánea es difícil. Imposible, más bien. A duras penas conozco parte del personal de Baleares y me basta. De manera que sólo tengo como referencia lo que oigo en los medios. El mensaje, el discurso, todo sin contexto. El historial queda oculto. La credibilidad no es visible. Hemos de votar a ciegas, a partir de palabras pero sin conocer a las personas. Sin conocer lo decisivo. Siempre mejor una persona fiable, que cree en lo que dice, transparente, que un marrullero mentiroso. Incluso aunque el primero pertenezca a un partido político alejado y el segundo esté bien cerca.

Esto introduce una vertiente muy importante para analizar qué nos está ocurriendo en nuestra democracia: bajo el mismo marco ideológico, hoy hay mucha más gente detestable que nunca antes; personas capaces de decir una cosa y la contraria al mismo tiempo, dispuestos a mentir tantas veces como sea necesario, sin escrúpulos, sin vergüenza. Sí, me viene a la mente el nombre inevitable de Pedro Sánchez, pero también el de José Ramón Bauzá. En ambos casos su palabra carece de valor. No son los únicos, claro. Exactamente el tipo de gente a la que uno no le compraría un coche de segunda mano aspira a dirigir la sociedad y, de paso, tener la llave del dinero de todos.

No es un tema ideológico. Hay individuos así en todos los partidos, defendiendo todas las ideologías. Se amparan en que son «de los nuestros», por lo que no son cuestionados allí donde debería. Terminamos por conocerlos, pero cuando ya es tarde, cuando llevan años engañándonos. Cuando ya han hecho daño.

Por eso es fundamental la cercanía del político al votante. Los hemos de conocer, saber si son de fiar. Y hemos de poder echarlos con nuestro voto. Porque hay que limpiar la democracia de mangantes, necesitamos listas abiertas. No debemos estar gobernados por lo peor de cada casa, que es lo que ocurre cuando se echa a la gente seria y se protege a la gentuza.