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A principios de los 70, durante los veranos, en el pueblo todos los niños llevábamos tatuajes en los brazos y en las piernas. Eran tatuajes que venían de regalo con los chicles Dunkin, unos chicles deliciosos y muy azucarados que te destrozaban la dentadura. Los pegábamos con agua y tenían vistosos colores. Los tres primeros días lucían muy graciosos, pero después, a fuerza de agua de mar y de piscina, se empezaban a borrar. Para enfado de nuestras madres, aquellos dibujos se agrietaban y se convertían en una auténtica porquería, la verdad. Siempre acabábamos rascándolos con agua y jabón… hasta que nos pegábamos otro. Lo bueno que tenían aquellos tatuajes era su carácter efímero, puesto que nos daba igual cualquier cosa con tal de llevarlos. Una flor, un avión, un robot, un dragón… A nuestras madres no les gustaba ninguno. Cincuenta años después, cuando llega el calor, empieza a aflorar toda suerte de imágenes y palabras sobre la piel de la gente. Hay dos diferencias esenciales. Primera: que no se pueden borrar con agua y jabón. Segunda: que si a las madres no les gustan, pues que se jodan las madres. Las cosas son así. La libertad es lo que tiene. Pues vale. Lo gracioso es que ahora los tatuajes –que se multiplican muchísimo más que los panes y los peces en Betsaida– se llevan por motivos diferentes al de la mera decoración del cuerpo o la diversión infantil. Nada que ver, tampoco, con el Tatuaje de Concha Piquer, marcado a fuego lento en un brazo por un amor contrariado. Así, pues, la gama recorre todas las clases posibles de sentimentalismo (puesto que somos puro sentimiento). Hay quien se tatúa el nombre de un ser querido (Jonathan, Yessica, Izan, por ejemplo), algún motivo enigmático (puede ser en tipografías difíciles de descifrar o dibujos exclusivos diseñados por el propio tatuado) o una frase especial. Yo, por ejemplo, desconfío en gran medida de quienes se tatúan cosas como Carpe diem o Hasta el infinito y más allá. Puestos a elegir, casi que me quedo con el manido Amor de madre. Esta modita del tatuaje está llegando a límites insospechados. En fin. Ahora que lo pienso, qué no daría yo ahora mismo por masticar un chicle Dunkin. Hasta me pegaría el tatu, oigan.