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Me apasiona conocer las culturas de los pueblos. No me refiero al folklore sino a la definición más moderna de cultura: el conjunto de creencias colectivas que explican los comportamientos sociales y económicos; lo que decide por qué un país va bien o va mal. Definitivamente, el bienestar, la política o el funcionamiento de la sociedad dependen de esas creencias que no se suelen explicitar. Me refiero a la cultura del trabajo, de la responsabilidad, a la disposición a engañar o no, al respeto a las opiniones ajenas, a la relación individuo estado, etcétera.

En este sentido, yo diría que las creencias de los españoles son mejorables, pero siempre tenemos el referente de Europa que nos contiene. Ello no obsta para que compartamos creencias maravillosas en cuanto a la amistad, la igualdad con la que tratamos a los demás, el aprecio por el ocio o las relaciones interpersonales. Nada que mejore demasiado la economía pero sí la calidad de vida.
Hasta donde conozco, la cultura colectiva más destructiva del planeta es la de Argentina, país del que los españoles estamos tan cerca. Sólo así se puede explicar que, con sus excepcionales recursos humanos y naturales, haya llegado a donde está. Los argentinos son fantásticos, cultos, encantadores, en un país con la mejor agricultura y ganadería, e incluso con petróleo y litio. Hace un siglo Argentina era uno de los cinco países más ricos del planeta y hoy está en la cola. España paga por su deuda externa una prima de riesgo de un punto; a Argentina, si alguien le prestara dinero, le aplicarían un plus de 23 puntos. La inflación anual promedio desde 1944 ha sido del 190 por ciento. Este año estará en el 140. Ha incumplido sus obligaciones con sus acreedores ocho veces. Este mismo mes, debería pagar casi 3.500 millones de dólares al Fondo Monetario Internacional, que ha saldado contrayendo otra deuda con China. Hoy el 40 por ciento de su población es pobre, el ocho indigente. La economía en blanco no llega a la mitad de la población.

Sin embargo, la idea generalizada en el país sigue siendo que el Estado debe redistribuir la riqueza. Una riqueza que ya no existe. Como no hay actividad, los impuestos no recaudan, pero el Estado sigue subvencionando la luz, el agua, el transporte y las pérdidas colosales de unas empresas públicas al servicio de los partidos. De forma unánime, los partidos incorporan periódicamente millones de no cotizantes al sistema de jubilaciones, a costa de hundir las pensiones a niveles de miseria. En Argentina hay cinco millones de personas que cobran por no trabajar. Hoy ya no queda nada en la caja. El saldo en el Banco Central era esta semana de 12 mil millones de dólares negativos, excluida la deuda exterior.

Pero los convencimientos colectivos siguen ahí. «El que no roba es un gil» dice un tango que refleja una creencia instalada en el país. La productividad del sector público es mucho más baja que la española: aquí no trabajan, allí no van. El nivel de corrupción en la sociedad es extraordinario. La ley en Argentina es un papel. Nada más. Todo se puede manipular. Todo. Es como si todos fueran Tezanos. Los medios o son títeres de una derecha cavernícola o de una izquierda ‘woke’. El ridículo de hablarle de derechos a los que tienen hambre es alucinante. Las campañas contra el rival político son permanentes: años y años arreando sin piedad, sin mesura, sin recato. Y cobrando sobornos por ello.
Hoy en Argentina existe la impresión de que se ha tocado fondo. Pero nadie sabe qué hacer porque la cultura sigue ahí. Ahora irán a las urnas para escoger entre candidatos que son fruto de esas creencias. Las cosas podrían cambiar, pero no es probable.

Para mí, Argentina es un anticipo de cómo sería España en veinte años si Europa no nos frenara: ayudas por doquier, conversión de la ley en un papel irrelevante, subvenciones y regalos para todos, electoralismo barato, uso de las instituciones por los políticos y sus partidos, deuda hasta ahogarnos. No vamos a llegar a tanto gracias a que somos un país suficientemente grande como para que Alemania nos vigile.

Recuerden: el problema son las creencias colectivas falsas. Esas que dicen que el Estado ha de bajar los alquileres, ha de repartir dinero, poner precios más bajos que los de mercado, decidir qué negocios hemos de desarrollar. El Estado es imprescindible, pero ahogar los mecanismos que estimulan y desestimulan a los ciudadanos como agentes económicos es suicida, como nos demuestra el país más rico del mundo, habitado por los ciudadanos más seductores del mundo, que ha terminado como el más arruinado del mundo.