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Immanuel Kant decía que nadie «tiene más derecho que otro a estar en un lugar de la Tierra». Si descendemos de lo filosófico a lo concreto y cotidiano, la máxima kantiana sigue teniendo sentido. En este escrito, no hablaremos de flujos migratorios ni de derechos de los inmigrantes, aunque sería apropiado (el pensamiento del filósofo prusiano resultaría incomodo para muchos). Sino de un tema más prosaico como la utilización del espacio publico, cuyo uso común lo puede ejercitar por igual todo ciudadano, si es que queda calle o plaza por donde andar, playa para desplegar la toalla de baño o horas de sol para un selfi en el Caló des Moro.

Visto que lo común se vuelve escaso, fijémonos en el uso especial que se hace del espacio publico a manera de terrazas de bar o similar. Está de actualidad. A medida que somos más los residentes, llegan más visitantes, el puerto amenaza con quedarse pequeño para los cruceros y el aeropuerto se colapsa, hay menos metros cuadrados per cápita, por simple ley física y principio de densidades. En estas circunstancias sería correcto decir que el espacio se estresa, aunque realmente quien se estresa es el ciudadano. Hablamos de masificación. Los medios, hace unas semanas, informaban de restaurantes en Barcelona que impiden sentarse a los clientes solitarios para consumir. No tardará en aparecer una aplicación geosocial para ir a tomar café en grupo.

Un amigo decía que había dejado de ir al bar de la plaza del pueblo porque no iba en bicicleta y desentonaba entre tanto cicloturista. Hace tiempo que, en sitios que eran habituales, no hay donde sentarse porque las mesas están preparadas sólo para almorzar o cenar. Según los neoliberales, la intervención pública no es necesaria porque el mercado lo regula todo. De esta manera, se ha alcanzado el dudoso honor de convertir la isla en un extenso comedor al aire libre, además de ser un país productor de camas turísticas (ahora elevables). No hay espacio privado para tanto cliente y se habilita el espacio publico. La perversión como principio o obscenidad turística.

Este verano, el semanario Stern se preguntaba cómo preservar el «paraíso mallorquín» ante tanta masificación. Es la nostalgia como mito. Incluía en el reportaje la famosa defecación de un turista en pleno rostro de otro que dormía en la calle. Una nueva formula de turismo organizado: viajar sin habitación de hotel, para emborracharse de manera continuada durante días y dormir al aire libre. La defecación facial resulta un perfecto logo hiperrealista del nuevo forfait básico para alcohólicos. En una finca aparecen cuatro helicópteros, descienden 15 personas y empiezan a ingerir licor. Se equivocan quienes creen que no existe el turismo de excesos de alto standing. Pero, los excesos no pueden esconder la masificación generalizada.

El turisticidio como enfermedad social se alimenta de la transposición. Mi amigo que no se sienta en la terraza porque no va en bicicleta y el solitario que no ocupa una mesa para provecho del restaurador, se convierten en actores de segunda a costa de no ejercer sus derechos. No olvidemos, se autoriza una terraza en un espacio publico por un principio de interés publico. Se rechaza a los solitarios por el beneficio. Dos principios en confrontación, a menudo antagónicos, resultado: abuso privado de lo público.

La estrategia del mercado consiste en crear tensión, expulsar al residente, para a continuación decir que sin actividad comercial la ciudad es un desierto y, después, añadir más leña a la caldera… sigan disfrutando del tórrido mes de agosto.