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Por lo visto, hay algo llamado ansiedad climática que sufren miles de adolescentes en todo el mundo, quizá por efecto contagio desde que conociéramos a la sueca Greta Thunberg, que fue el primer caso conocido a nivel mediático. No es para reírse, hay chicos que se suicidan ante el ‘previsible’ apocalipsis medioambiental y otros que orquestan huelgas de hambre colectivas. Y ocurre en todo el planeta, del norte al sur, no solo en lugares ricos donde los jóvenes no tienen otra cosa que hacer. Yo cuando escucho estas cosas me acuerdo de mi abuela Joaquina, nacida en 1899, que vivió la I Guerra Mundial, pues vivía en la frontera francesa, después la pandemia de gripe española, la Guerra Civil nuestra y, de nuevo, la guerra europea a las puertas de casa. Perdió su casa, reventada por un obús, y tuvo que salir por piernas hacia Hendaya primero y a Angulema después con sus cinco hijos, la mayor entonces de diez años y el pequeño en la teta, con sus hermanas, también cargadas de críos, mientras los maridos se escondían al otro lado de la frontera para eludir la llamada a filas.

Al regresar, no fue todo mucho mejor, les esperaban años de hambre y necesidades. Es solo un ejemplo. ¿Esas mujeres jóvenes sintieron ansiedad y miedo? ¡Seguramente, razones tenían! Pero ninguna se suicidó ni organizó una huelga de hambre. ¿Que el mundo se acaba por nuestra codicia? Pues bueno, quizá esos chavales podrían empezar por abandonar la adicción a la tecnología porque, aunque quieran ignorarlo, estar enchufados a internet contamina hasta el infinito. Su adicción a comprar ropa barata de Shein, también. Su tabaquismo, el afán por viajar, etc. Ellos son parte del problema, pero, claro, prefieren decir que los adultos les dejamos un mundo de mierda.