Hubo un tiempo, cada vez más lejano, en que existieron personas desgraciadas. De ahí que, sin ir más lejos, se pudiera hacer famoso el principio de Anna Karenina: «Todas las familias felices se parecen, pero cada familia desgraciada lo es a su manera». El término desgraciado/a ya no es lo que era. Para empezar, suena fatal. Nadie reconoce ser desgraciado. Puede que sea por el qué dirán, ya que últimamente todo el mundo tiene que parecer feliz. Muy feliz. Da igual si para sus adentros no para de repetirse «qué desgraciado soy, qué desgraciado soy…». Lo que cuenta es que no se note. Es más, la desgracia debe ir disimulada con infinidad de momentos dichosos, instantáneas de una vida de maravilla y desenfreno. Los desgraciados del mundo no tienen cabida. La desgracia es, ante todo, fea. Quita, quita, se le dice a un desgraciado. Y la palabra se sustituye por otras que, aunque no significan ni de lejos lo mismo, suenan un poco mejor. Personas vulnerables, por ejemplo. Personas propensas a ser heridas de alguna manera. Personas en riesgo de exclusión. Expresiones que quedan muy lejos de esos «miserables» de Victor Hugo. No sería un título adecuado para una novela actual (Los miserables, qué barbaridad).
En defensa del desgraciado
Palma26/08/23 0:29
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