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Una de las piedras en el zapato que tienen ahora mismo los encargados de negociar apoyos para conseguir auparse hasta el palacio de la Moncloa es la exigencia, por parte de los independentistas catalanes, de convocar un referéndum con garantías sobre la idea de separarse del Estado español. Algo que en países civilizados como Canadá o el Reino Unido se ha hecho en reiteradas ocasiones y que aquí, por efecto de los nefastos flecos que todavía colean desde el franquismo, supone poco menos que un sacrilegio. La Constitución consagra la unidad del país, eso es un hecho. Pero también es un hecho que desde que aquello se redactó y se firmó han pasado 45 años y el país ha experimentado una transformación radical. Si nuestras abuelas levantaran la cabeza seguramente comprenderían poco o nada de lo que verían a su alrededor: hombres que se convierten en mujeres, señoras que se tatúan hasta la cara, conservadores de toda la vida que se divorcian, abortan y también se tatúan, chicas y chicos con el rostro, la lengua y hasta los genitales horadados por piercings, los barriobajeros más abyectos ocupando horas y horas de tertulias televisivas, gentes de todas las razas, religiones y colores paseando por nuestras calles... nada de eso existía en 1978 y hoy es nuestra realidad.

¿Por qué entonces cerrarse en banda a que la gente opine, muestre sus convicciones, sus deseos, decida o al menos vote qué clase de futuro quiere, en qué país le gustaría vivir? Preguntar no tiene nada de malo. En lo personal estoy convencida de que el resultado a esa cuestión sería un NO rotundo, porque para eso llevan décadas desde el Estado favoreciendo la emigración masiva desde otras regiones y países hacia Catalunya.