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La complicada conformación de un nuevo gobierno tras el endiablado resultado de las últimas elecciones está haciendo aflorar a la superficie los fantasmas del pasado. Hay muchas formas de envejecer y no todas son saludables. Más allá de canas, bótox, implantes capilares y agotadoras horas de gimnasio para intentar mantenerse joven, las personas deberían bajar a la calle, hablar con la gente, especialmente con las nuevas generaciones, que son las dueñas, ahora, del mundo. Quienes ocuparon los más altos cargos políticos y responsabilidades en los años ochenta son hoy ancianos incapaces de adaptarse al paso del tiempo y de la historia. No son personas mayores o ancianos, sino viejos. Igual que aplicamos este calificativo al clásico trasto que ya no sirve para nada y, en cambio, consideramos una valiosa antigüedad al que todavía nos produce buenas sensaciones. Los viejos del socialismo español despiertan de su letargo para enarbolar las mismas banderas de hace cuarenta años. Sin darse cuenta de que el mundo es otro. Está claro que tienen perfectísimo derecho a defender la Constitución, la sagrada unidad territorial de su país y todo cuanto deseen, pero no me dirán que ahora mismo José María Aznar y Felipe González no se parecen como un huevo a otro. Ellos alcanzaron la cumbre, garantizaron el máximo nivel para los suyos y se dedican a disfrutar de los beneficios. En un mundo paralelo, millones de jóvenes se ven forzados a sobrevivir con mil euros de mierda al mes, en casa de sus padres -si tienen la suerte de conservarla- hasta la madurez y sin más perspectivas de prosperar que emigrar. A ellos no les hables de entelequias, remángate y ponte a trabajar para que esa España que tanto adoras todavía valga la pena.