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No hay testimonios de que cuando los primeros cavernícolas empezaron a plasmar en las paredes de las cuevas las huellas de sus manos con arcilla y resinas, y luego las célebres pinturas rupestres más complejas, algún anciano troglodita asegurase que aquél asombroso invento acabaría sirviendo para desnudar mujeres, pero sí se sabe que cuando allá por 1905 invitaron a Tolstoi a ver una de las primeras películas del incipiente arte cinematográfico, el viejo novelista refunfuñó: «Este invento pronto entrará en los cuartos de baño de las mujeres». Tampoco hacía falta ser muy sabio. Y cuando apareció internet, todo el mundo adivinó enseguida de qué se iba a llenar. De mujeres desnudas, y a millares. Así que cuando la tecnología empezó a desarrollar los teléfonos móviles, y a dotarlos de aplicaciones y conexiones digitales, era obvio lo que sucedería con esa gran novedad. Más mujeres desnudas, sin las cuales no hay invento que funcione. Comercialmente, quiero decir. Las novedades siempre acaban siendo antiquísimas, y antes de que las recientes cochinadas de la IA alertasen a la gente y se convirtieran en fenómeno delictivo de actualidad, hasta Tolstoi hubiera podido adivinar por dónde nos saldría esa inteligencia. Yo mismo, cuando hace meses los creadores de la IA, en un alarde publicitario, avisaron que sería el fin de la civilización humana, y rogaron que se les frenase y controlase (multiplicando así las inversiones), ya me temía que, entre otras calamidades de la tal civilización, se desnudarían más mujeres, con o sin permiso. Menuda novedad. Hace ya diez años, la hermosa Robin Wright, que fue la princesa prometida, hizo una peli titulada El congreso, a su vez inspirada (muy mal inspirada) en la novela de 1971 Congreso de futurología de Stanislaw Lem, en la que interpretaba a una actriz que firma un contrato de explotación digital de su cuerpo con cierta poderosa industria del entretenimiento. La pobre consentía, pero no sabía qué. Lo que quiero decir es que todas estas guarradas de la IA que llenan ahora los informativos, son más viejas que la Cueva de las Manos, en la Patagonia. Para qué se figuran que iba a servir, entre otras antiguallas, ese nuevo invento.