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Hace décadas reservé una mesa en el restaurante de un hotel en la bahía de Palma. Comía con mi madre y elegimos esa terraza que mira al mar, cobijada a la sombra de los pinos. Conocíamos el lugar porque nadábamos frente al hotel desde muchos años atrás.

Llegamos con tiempo suficiente para elegir una mesa a la sombra y en primera línea. Nos acomodaron en un buen lugar. La dejé feliz tomando su biter y me fui a dar un baño. Al regresar, mi madre me aguardaba en otra mesa, en segunda línea. Donde nos habían asignado estaba sentada una señora. Fui a preguntarle al camarero. «Es una buena clienta del hotel, y quería estar al lado del mar». Se quedó tan ancho. Me mordí la lengua, me senté con mi madre, nos trajeron la carta y cuando teníamos que elegir, nos miramos y el acuerdo fue tácito. «¡Nos vamos!». Antes les pedí el libro de reclamaciones. No tardó en llegar el jefe de sala para disculparse. «Usted tiene que comprender que es una buena clienta, que viene cada año...». El ‘buena clienta’ me sacó de mis casillas. ¿Y nosotras?, ¿no somos buenas clientas?, ¿acaso somos peores porque somos de Mallorca y vivimos aquí?

Por supuesto que escribí mi queja. No recuerdo ni donde comimos porque se nos quitó el apetito. Esta anécdota la he recordado a menudo, y este último año más porque vuelvo a sentirme maltratada en mi tierra en cuanto la codicia turística asoma el diente y Mallorca se convierte en un cuadro del Bosco.
Desafío mi autoprescripción que me receta escasas dosis de salidas al centro y me sumerjo en el barrio de la Seu. Camino perdida en la ciudad souvenir, mi olfato se desorienta con ese olor a crema solar y a jabón de franquicia. Hay dos cruceros amarrados en el port de Palma. En el vientre de esas Babeles se alojan 10.000 cruceristas. Muchos de ellos descienden para conocer la ciudad donde el famoseo de turno se hace inmortal en Instagram. Todos a una con el posado frente a la Catedral, o pasmados junto al olivo de Cort, o sacando la lengua frente a una estatua viviente. La escena era un déjà vu pero me creía salvada porque pensé que había un acuerdo para limitar un crucero al día. ¿O estaba soñando como Segismundo?

Un par de días después, me entero que la Empresa Municipal de Transportes desvía autobuses de líneas que circulan por los barrios, donde personas como usted y como yo vivimos, para que viajen algunos de esos miles de cruceristas que han llegado a la ciudad. El argumento es propio del relato político: echar la culpa al anterior equipo. No hay suficientes autobuses, o están sin arreglar. Lo hacen todos. A mí me importa tres que ochenta. Lo que vivimos aquí queremos un buen transporte público, porque lo pagamos con nuestros impuestos y, sobre todo, porque creemos que es mejor circular sin dañar esta herida atmósfera que ya no puede más. Como los nativos. Acabaremos por levantarnos de la mesa. Solo que mi amiga me dice que ¡ni hablar, que hay que seguir diciendo que así no!.