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Estos días salía en la prensa como una absoluta anomalía el que un hostelero catalán buscara empleados mayores de cincuenta años para sus restaurantes. Las estadísticas dicen que la mitad de los parados en España están en esa franja de edad. En la otra mitad habrá de todo. Hasta completar los tres millones de personas desempleadas, a las que habría que añadir millones de fijos discontinuos que durante meses descansan a la espera de que su jefe les llame de nuevo. El caso es que, entre pitos y flautas, hay un auténtico ejército de hombres y mujeres que no trabajan y desearían hacerlo. Pero el Gobierno dice que falta mano de obra debido a las «tensiones demográficas». O sea, la cantaleta de siempre: demasiados viejos muy longevos y pocos niños, cada vez menos. El análisis es certero, pero ¿el diagnóstico? ¿Hasta qué punto es necesario importar mano de obra desde otros países mientras más de tres millones de españoles –también inmigrantes entre ellos, claro– buscan y no encuentran? ¿No será más bien que infinidad de ofertas laborales rozan lo vergonzoso?

Que los nacionales ya no quieren ocuparse de las tareas agrícolas, ganaderas y pesqueras lo sabemos todos, pero ¿hasta dónde hay que consentirlo? En otros países de nuestro entorno las prestaciones por desempleo se condicionan a que aceptes un trabajo en cuanto surge. Hay, por supuesto, letra pequeña, pero se hace. Nadie quiere que los parados se apalanquen durante años en ese limbo que no beneficia a nadie. Tal vez el Estado debería tutelar la calidad del trabajo que se ofrece en este país y perseguir con mano de hierro los abusos para, al mismo tiempo, hacer que el SEPE sea, de una vez por todas, la oficia de empleo que debe ser.