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El viernes pasado medio mundo esperaba con angustia el discurso-mítin-sermón que debía ofrecer el jeque libanés Hasan Nasrallah, líder guerrillero y religioso del grupo terrorista Hezbolá y amigo privilegiado del régimen iraní. Al margen de su contenido, bastante más moderado de lo esperado, lo que me sorprendió a mí fue comprobar que en plazas y parques libaneses donde se habían colocado pantallas gigantes para seguir su intervención, eran miles las mujeres que lanzaban proclamas a favor del líder, mostraban con fervor fotografías suyas y manifestaban sin ambages la más pura adoración. Es algo que se repite a menudo en Irán, país que financia el terrorismo de estos grupos armados y también de los que operan en Palestina. Y es por eso que tiendo a desconfiar de las personas o partidos de izquierdas que defienden a capa y espada este tipo de organizaciones y, al mismo tiempo, acogen la bandera del feminismo y se aferran a ella con uñas y dientes. No consigo ver el puzzle completo. Esos regímenes medievales y autocráticos que santifican al líder y condenan a sus millones de súbditos a la obediencia ciega no casan con la izquierda. O no deberían. Tampoco el someter a las mujeres al mero papel reproductivo, que es lo que hace el Islam más afilado. Quizá estas políticas y famosillas que tenemos día sí y día también dando lecciones de izquierdismo y feminismo deberían instalarse durante una temporada en Irán, Afganistán o Arabia Saudí, incluso en su adorada Palestina. Ver y vivir de primer mano lo que significa allí ser mujer estoy segura de que les abriría los ojos y sabrían valorar mejor que nadie los derechos más básicos y las libertades de las que disfrutamos aquí, los de izquierdas y los de derechas.