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Quiero creer que los 150 presos palestinos que Hamás reclama a cambio de la liberación de una pequeña parte de los rehenes judíos que tiene en su poder desde hace cincuenta días están en la cárcel porque son delincuentes. Probablemente terroristas. Israel lleva esos mismos cincuenta días masacrando Gaza para destruir al grupo terrorista, buscando los arsenales, los túneles, los centros de decisión y agujeros donde se esconden esas alimañas. Los daños colaterales, lo estamos viendo a diario, son estremecedores: mueren niños, familias enteras, se derriban edificios, escuelas, hospitales bajo las bombas porque el Gobierno de Netanyahu cree que ahí están ocultos sus objetivos. La presión internacional que recibe debe de ser asfixiante, igual que la de los familiares de los 240 secuestrados, que viven en la desesperación desde hace semanas. Sin embargo, en una guerra, en todas las guerras, mueren civiles y hay víctimas inocentes.

Eso es, precisamente, una guerra. Que en el siglo XXI podamos seguirlas casi minuto a minuto y con imágenes de alta resolución no significa que sea nada nuevo. El mundo está lleno de fosas comunes donde yacen millones de víctimas de la guerra desde que el hombre es hombre. ¿Es lógico liberar a 150 terroristas ahora? Cuando has matado a miles –más de catorce mil, dicen los palestinos– de personas que pasaban por allí, ¿tiene sentido sacar a la calle a terroristas de Hamás a cambio de medio centenar de personas que también pasaban por allí? Rescatar a los rehenes conlleva una altísima carga emocional, pero sus vidas no son más valiosas que las del resto de víctimas. Son iguales. Si se perdieran esas 240, pero lograran acabar con Hamás, ¿sería una victoria? Claro que acabar con Hamás es, me temo, imposible.