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Durante décadas vimos al príncipe Felipe como un chaval, parecía que por él no pasaban los años, mientras permanecía a la sombra de su padre y los medios se entretenían en buscarle novias y elucubrar sobre su vida privada, un ámbito completamente hermético. En su intervención en la inauguración solemne de la nueva legislatura, vimos en Felipe VI a un hombre cansado, seguramente harto, serio y con gesto de preocupación. Poco le falta para alcanzar los 56 años y empiezan a notarse. Nada que ver con aquel muchacho deportista y rubiales que se paseaba por el Club Náutico saludando a diestro y siniestro, ni siquiera con el que hemos visto durante muchos veranos, acompañado ya por su propia familia, Letizia y las niñas, recorriendo los rincones más bonitos de Mallorca. Los últimos movimientos políticos de Pedro Sánchez para salvar su puesto, tan arriesgados y fuera del guion institucional, parecen haberle pasado factura al jefe del Estado. Nadie sabe en su fuero interno cuáles son las convicciones ideológicas del Rey, aunque sí que defiende a capa y espada la unidad del país y la convivencia pacífica de sus habitantes. En todos sus discursos lo subraya. Más allá de eso, nada sabemos de sus tendencias, más conservadoras o más progresistas. Su papel le obliga a permanecer por encima de politiqueos, pero salta a la vista que nada de lo que está ocurriendo le gusta. Máxime en el delicado momento en el que su hija mayor ha tomado ya las riendas de su futuro como reina. Las legislaturas solo duran cuatro años, quizá esta, que ha nacido en un parto complicadísimo, ni siquiera llegue a cumplirlos. Estoy segura de que al «ciudadano Felipe», como le llamaban los comunistas, se le van a hacer eternos.