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Ahora que llega la Navidad y los niños hacen sus cartas a los Reyes Magos y/o Papá Noel, hay unas imágenes que no se me borran de la memoria. Un hombre lleva en brazos a un bebé. Tiene la cara manchada de tierra, los ojos abiertos y negros, sin vida. El bebé está rígido, igual que un muñeco, mientras lo exhibe ante las cámaras. A su alrededor, todo está destruido. Cada día nos levantamos con imágenes similares: niños ensangrentados, con vendas en la cabeza, con los labios hinchados, los ojos secos de llorar. Los colegios reventados por bombas, las plantas de pediatría asoladas por los cañonazos. Niños que esperan sentados junto a los escombros a que alguien rescate a su madre. Niños perdidos que deambulan ante las cámaras, buscando a su familia. Niños que son sacados de las aulas para ser detenidos por haber tirado piedras.

Es una norma universal que cuando se quiere aniquilar al enemigo, se le despersonaliza. Se le rebaja la categoría de humano para tildarlo de animal. O de simple muñeco. Lo que está pasando estos días en Gaza no ofrece dudas: los niños se están llevando la peor parte. No hay justificación, no hay excusa. Un día la historia pondrá a cada uno en su sitio y la vergüenza caerá sobre nosotros. Nuestros hijos preguntarán cómo se pudo permitir esto. No hemos aprendido, a pesar de la historia reciente. En lo que va de conflicto ya han muerto más de 18.000 personas y los niños representan la mitad de las víctimas mortales. Quizás algunos aún no han perdido la mirada objetiva y siguen viendo que esos niños son eso, niños. Y no muñecos que hay que sacar de los escombros para volverlos a enterrar.