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Este año 2024 ha nacido bautizado. Será el año de la amnistía. El de la erección del bloque reaccionario, unido como en los tiempos del Movimiento para evitar que la aborrecida progresía instaure por ley un borrón y cuenta nueva dedicado a la embravecida Catalunya, que se puso en pie en 2017 tras la campaña desatada por la derecha una década antes para mutilarles su nuevo Estatut, que había sido aprobado por las Cortes y refrendado en referéndum.

El Gobierno de Pedro Sánchez quiere reparar aquella herida, eliminando los reproches penales a los que se levantaron en defensa de los derechos de su nacionalidad. No lo tendrá fácil. El reaccionarismo patrio se ha apuntado al banderín de enganche. Al igual que generaciones atrás, de negra memoria colectiva, muchos no quieren paz, sino victoria; no desean reconciliación, sino imposición. Les mueve el poder por el poder. El problema para ellos es que la reacción en su conjunto suma poco más de diez millones de votos, mientras que el progresismo alcanza los once millones 600 mil. Y eso determina la correlación de fuerzas en el Congreso de los Diputados.

La reacción invoca la bandera de la ‘igualdad ante la ley’. Asegura que la amnistía es un privilegio para los independentistas. Manosean la palabra ‘igualdad’, olvidando que la Constitución reclama especial respeto y protección para el hecho diferencial de las nacionalidades. Tampoco tienen presente el artículo primero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que proclama el valor ‘igualdad’ unido al concepto ‘dignidad’. ¿Y qué dignidad tendrían los seres humanos si no se les permitiese defender, preservar y proteger su lengua materna y la cultura que se deriva ésta? Sin dignidad no hay igualdad.

Realmente, se acercan meses muy intensos en lo social y en lo político. La reacción prodigará zancadillas. Pero vencerá el progreso, ganará la convicción de que es posible superar esta cita con la historia para encarar el futuro con dignidad.