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A nadie le sorprende ya que las mayores competiciones del planeta busquen acomodo en escenarios de temperaturas tórridas, artificiales y en los que el poder del gas, el petróleo y el dinero pasan por encima de los intereses del propio deporte. El Mundial de Fútbol de Catar fue el cénit de un fenómeno extendido por todo el Golfo Pérsico. Bajo el concepto ‘Sportswashing’, se esconde el blanqueamiento (deportivo) de dictaduras, países que crecen al margen de los derechos humanos y que buscan ganarse el favor de Occidente y el «primer mundo» a base de dar cobijo a esos eventos por los que apenas ya se puede competir con esos nuevos ricos. Si Catar ya ha hecho buena parte de los deberes para postularse como anfitrión de unos Juegos Olímpicos, tras organizar mundiales de fútbol, ciclismo, natación, atletismo, tenis de mesa o, en un futuro, incluso el de baloncesto (2027), ahora es Arabia Saudí quien asoma la cabeza. La famosa Supercopa, el Dakar o su polémica relación con Rafael Nadal son algunos exponentes de una apuesta que se extiende a lo largo de miles de kilómetros de otrora desierto convertidos en el exponente del derroche y el crecimiento a corto plazo. Emiratos Árabes, Kuwait o Baréin también han aplicado esa política de puertas abiertas a cambio de dólares, euros y lo que haga falta. Y pocos piensan en atletas que acaban compitiendo sometidos a altas condiciones de calor y humedad o en las víctimas silenciosas -obreros- de esos delirios de grandeza que llegan a otros rincones, como viejas repúblicas soviéticas (Azerbaiyán, Kazajstán...) que lavan su ropa sucia a cuenta del deporte.