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En 2022 se diagnosticaron en el mundo veinte millones de nuevos casos de cáncer. De ellos, muere alrededor de la mitad de los pacientes. Es algo que todos sabemos, nos ha tocado de cerca y aun así parece que las autoridades tardan demasiado en tomar medidas para evitarlo. Da la sensación de que suspiran y susurran «¡de algo hay que morir!», se encogen de hombros y a otra cosa, mariposa. Porque las principales causas de esta enfermedad son el alcohol, el tabaco y la obesidad, seguidas por la contaminación del aire. No podemos obviar el riesgo oculto en nuestra alimentación, algún estudio asegura que hasta un tercio de lo que comemos contiene pesticidas peligrosos. A todos nos seduce contemplar las líneas del supermercado bien llenas, ni un tomate con una marca, todo brillante y perfecto. Pero para llegar a eso, a esas frutas, hortalizas y verduras que parecen de plástico, hace falta un largo proceso que hace cien años era impensable. Claro, aquellos payeses de entonces no tenían sobre sus hombros la presión de alimentar a un millón de vecinos. Eran cuatro gatos y comían lo que tenían a mano, aunque la fruta estuviera manchada e incluso tuviera algún gusano. Ahora tenemos las calles de media Europa llenas de tractores y agricultores que protestan por la situación a la que se ha visto abocado su sector. Las autoridades comunitarias exigen unas condiciones tan estrictas al cultivo que parece imposible cumplirlas. Pero, ay, todas esas «pegas» de la UE tienen como objetivo proteger a los consumidores de algo tan nefasto como el cáncer. Así que ahí tenemos la cuadratura del círculo, ¿cómo compaginar la salud para las personas y para la tierra con la necesaria rentabilidad del sector agrícola?