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Pasé largas temporadas en El Salvador, creo que unos cuatro o cinco meses no consecutivos. El pequeño país centroamericano es precioso, con lagos de aguas grises y profundas. Uno de los espectáculos naturales más bellos que he visto es el que pude contemplar en la subida a pie a la cima de un volcán muy próximo a la capital, en medio de una vegetación exuberante y una epifanía de plantas y flores silvestres de todos los colores.

En San Salvador, la capital, viví una angustiosa noche de Pessah con un enjambre sísmico sacudiendo la ciudad entre una oscuridad aterradora. Hice buenas amistades, que aún perduran, desde la sencilla gente de la pequeña comunidad judía de conversos hasta ricos empresarios, familias de educación exquisita y trato delicioso. Pero allí no se podía vivir. Cada día se producían asesinatos, secuestros, batallas campales y callejeras que se saldaban con muertos, heridos y personas desaparecidas. Hasta que llegó Bukele a la presidencia de la República.

Dicho personaje se propuso acabar con los pandilleros, que ya eran más fuertes que el propio Estado. En mi último viaje a El Salvador –fue en 2022, de paso para Honduras– me apercibí de que el país estaba cambiando. Se veía más gente en las calles y el ambiente crispado que yo viví años antes –no era posible salir de la Embajada donde residía si no era en coche y hacia un destino concreto, también protegido por los muros de un condominio– parecía haberse sosegado.

Bukele acaba de ganar las elecciones salvadoreñas con un 85 % de los votos, dejando pulverizada la oposición. En los años de su primer mandato, el ahora presidente electo acabó con las maras salvatruchas y, en general, con la horda de bandidos asesinos que habían sumido el país en el terror. «Tenemos sentimientos encontrados», me confesó hace unos días una buena amiga salvadoreña. «Por un lado –añadió–, Bukele nos ha devuelto la paz y la esperanza; este es ahora un país nuevo. El reverso es que todo lo que ha hecho ese hombre desde su llegada al poder ha sido por encima del orden constitucional».

¿Podía lograrse la paz en El Salvador sin subvertir los derechos humanos? He aquí la gran pregunta que no sé contestar. Bukele –que no se ha erigido en presidente, sino que ha ganado unas elecciones– es el espejo donde ahora se miran muchos países centroamericanos. Pero el precio a pagar por la paz puede ser muy alto.